Las elecciones presidenciales del 28 de julio en Venezuela fueron las primeras en muchos años en las que pareció haber una posibilidad real de transición democrática. Aunque el gobierno negó el derecho al voto a la mayoría de los varios millones de venezolanos en el exilio, la participación fue masiva, y todo indica que se produjo una victoria aplastante de la oposición. Pero el partido gobernante se negó a publicar las actas de votación y declaró su victoria sin ofrecer ninguna prueba. Cientos de miles de personas salieron a las calles para protestar y enfrentaron una dura represión. Sin embargo, por primera vez, los aliados internacionales habituales del gobierno venezolano se negaron a reconocer los resultados hasta que se publicaran los datos desagregados, lo cual aún no ha ocurrido. La resolución de la crisis permanece en suspenso.

Las elecciones presidenciales celebradas en Venezuela el 28 de julio trajeron consigo una inusual sensación de esperanza. La democracia parecía vislumbrarse en el horizonte. María Corina Machado, la figura más destacada de la oposición, había logrado inspirar niveles inéditos de entusiasmo, prometiendo a millones de exiliados que pronto podrían regresar a una nueva Venezuela.

Parecía que votando se podían cambiar las cosas. Y, en cierto modo, así fue: las elecciones demostraron que la oposición podía ganar pese a jugar en una cancha fuertemente inclinada en su contra. Sin embargo, el presidente Nicolás Maduro, en el poder desde 2013 y con intenciones de quedarse hasta 2031, obstaculizó el traspaso de poder que debía producirse a continuación. Rápidamente se declaró vencedor pese a la evidencia de la derrota, y desató la represión contra los muchos que salieron a las calles a protestar.

La situación se encuentra ahora en un punto muerto y, de prolongarse, es probable que también lo haga el régimen liderado por Maduro – que, carente de toda legitimidad, deberá recurrir a niveles cada vez mayores de represión para mantenerse en el poder. Aunque muchos se sienten profundamente decepcionados, los activistas venezolanos más experimentados aconsejan paciencia, además de mantener la presión. Se sabía que era probable que las elecciones fueran apenas el comienzo de un proceso mucho más largo. Lo que éstas han logrado ya es significativo; de lo que se trata ahora es de encontrar la combinación adecuada de presión callejera e incentivos internacionales para forzar negociaciones que, de tener éxito, podrían conducir a una eventual transición a la democracia.

Un partido con la cancha inclinada

Para que haya democracia debe haber elecciones, pero éstas no son suficientes. Para ser democráticas, las elecciones deben ser competitivas, libres y justas. Las elecciones presidenciales de Venezuela no fueron nada de eso.

Antes de la votación, el gobierno inhabilitó a Machado, una de las políticas más populares del país, e impidió la inscripción de su sustituta, Corina Yoris. La única razón por la cual la oposición llegó al día de las elecciones con un candidato de repuesto fue que las autoridades no pensaron que la opción de consenso, el moderado y por entonces desconocido Edmundo González Urrutia, fuera una amenaza real.

La campaña electoral batió nuevos récords de injusticia, abuso de poder, violaciones de derechos y desprecio de leyes y regulaciones. Autoridades y fuerzas progubernamentales persiguieron, intimidaron y detuvieron a dirigentes y simpatizantes de los partidos de la oposición. Los tribunales fueron instrumentalizados para criminalizar a líderes opositores, con el objetivo de suprimir sus candidaturas o reemplazarlos en el liderazgo de sus partidos, lo que permitió al gobierno apoderarse de sus etiquetas partidarias y ponerlas al servicio de la candidatura de Maduro. Seis dirigentes de la oposición, sobre quienes pesaban órdenes de detención, pidieron asilo en la embajada argentina, donde permanecen desde entonces por no haber obtenido garantías para salir del país.

El gobierno utilizó descaradamente fondos y bienes públicos para financiar su campaña, movilizando a numerosos funcionarios públicos para llenar los mítines gubernamentales. Empleó los medios de radiodifusión como herramienta de propaganda oficial, además de utilizarlos para difundir desinformación y montar campañas de desprestigio contra políticos de la oposición. Al mismo tiempo, bloqueó el acceso a numerosos medios de comunicación digitales nacionales e internacionales.

Por su parte, la campaña de la oposición, que fue básicamente una gira nacional a la antigua usanza, acompañada de una abundante presencia en redes sociales, enfrentó numerosos obstáculos. Las autoridades bloquearon puentes y carreteras y se aseguraron de que las gasolineras no tuvieran combustible de modo de impedir que los candidatos llegaran a sus mítines. Además, confiscaron suministros y multaron a proveedores que colaboraron con la oposición, incluidos hoteles que albergaron a los candidatos y personas que les proporcionaron transporte o comida.

Para dificultar el ejercicio del derecho al voto, el Consejo Nacional Electoral (CNE), controlado por el gobierno, excluyó a la mayoría de los cuatro millones de votantes venezolanos que se estima que han dejado el país, imponiéndoles requisitos de inscripción casi imposibles de cumplir. También reasignó repetidamente a los votantes a nuevos centros de votación, en algunos casos en otros municipios e incluso en otros estados, sin previo aviso. Para complicar aún más el monitoreo de la votación por parte de la oposición, el CNE creó más de mil nuevos centros de votación, a menudo con solamente una o dos mesas y un promedio de 300 votantes, ubicados en lugares considerados hostiles o de difícil acceso para la oposición.

Espacio cívico cerrado

La sociedad civil venezolana lleva mucho tiempo asediada. Activistas y periodistas son sistemáticamente vilipendiados como enemigos del Estado y sometidos de manera habitual a amenazas, acoso, intimidación, allanamientos de sus domicilios y oficinas, detenciones, encarcelamiento y procesos judiciales llevados a cabo por tribunales totalmente carentes de independencia.

En los últimos 15 años, el gobierno ha aprobado una serie de leyes que restringen el acceso de la sociedad civil a financiamiento, someten a las organizaciones a inspecciones y restricciones injustificadas bajo amenaza de disolución, las obligan a proporcionar información sensible y coartan la libertad de expresión bajo acusaciones de incitación al odio o la violencia. Como resultado, muchas organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación han debido cerrar, mientras que otras se han autocensurado o han cambiado el foco de su trabajo para evitar represalias. Muchos periodistas, académicos y activistas se han sumado a los millones de venezolanos en el exilio.

En el periodo previo a las elecciones, el gobierno también impulsó una “ley anti ONG” para restringir la participación ciudadana y la defensa de los derechos humanos, así como una “ley antifascista” que pretende prohibir y criminalizar una amplia gama de ideas, expresiones y actividades que las autoridades consideran fascistas o afines al fascismo, sobre la base de definiciones vagas y poco precisas destinadas a reprimir todo esbozo de disenso.

El día de las elecciones

Aunque se registraron irregularidades durante la votación, éstas no parecieron ser significativas. El grueso de la ciudadanía residente en Venezuela, a diferencia de los venezolanos en el exterior, aparentemente pudo votar, y la mayoría de los testigos de la oposición logró acceder a los centros de votación y obtener una copia de las actas de votación emitidas por las máquinas de votación al final del día, tal como lo establece la ley.

El fraude se gestó en otro lugar: en la Sala de Totalización del CNE, donde se procesarían las actas procedentes de los 30.000 colegios electorales y se calcularían los resultados. Este organismo, responsable de supervisar las elecciones, está en manos de funcionarios incondicionales del oficialismo.

El sistema de votación es técnicamente impecable: opera en circuito cerrado, lo que lo hace prácticamente invulnerable a ataques cibernéticos, y contiene múltiples salvaguardias, entre las que se cuenta la creación de documentación de respaldo en papel. De modo que, tal como estaba previsto, el día de las elecciones los datos fluyeron hacia el CNE y el recuento de votos avanzó sin inconvenientes hasta que se hubo escrutado alrededor del 40% de los sufragios emitidos. Fue entonces cuando al parecer las autoridades se dieron cuenta de que perdían por un margen insalvable y suspendieron la transmisión de datos. A los testigos de la oposición se les negó la entrada a la Sala de Totalización y se les indicó que siguieran la transmisión de los resultados por televisión. La página web del CNE se congeló y quedó inaccesible, y ha permanecido en ese estado desde entonces. Sin ofrecer ninguna prueba, el gobierno culpó por ello a un supuesto “hackeo masivo internacional” presuntamente orquestado por opositores desde Macedonia del Norte.

A lo largo de la tarde, altos funcionarios gubernamentales hicieron declaraciones a los medios de comunicación con el aparente objetivo de preparar al público para el anuncio de una victoria del partido gobernante. Circularon encuestas de boca de urna que mostraban a Maduro con una ventaja de más de 20 puntos, realizadas por una empresa encuestadora que resultó ser falsa. Mientras tanto, los sondeos a boca de urna realizados por la oposición y por encuestadoras independientes calculaban que González estaba obteniendo alrededor del 70% de los votos.

Por varias horas después del cierre de las urnas, sólo hubo silencio y especulaciones. Finalmente, hacia la medianoche, el presidente del CNE anunció por televisión nacional que Maduro había ganado con el 51,20% (5.150.092 votos) frente al 44,20% de González (4.445.978 votos). Ambos porcentajes son número redondos con un decimal, prácticamente una imposibilidad matemática. Casi como si alguien hubiera determinado primero un porcentaje para cada uno de los dos principales candidatos y luego lo hubiera multiplicado por el número total de votos para obtener una cifra para cada uno. Sin proporcionar cifras desagregadas ni detalles adicionales, el CNE declaró que Maduro había sido reelecto como presidente.

El Centro Carter, el único observador electoral independiente autorizado, abandonó Venezuela el 29 de julio, alegando que los resultados presentados por el gobierno no eran verificables y que las elecciones no podían considerarse democráticas. Desde entonces, la oposición, la sociedad civil y la comunidad internacional han exigido infructuosamente al gobierno que presente las actas electorales para validar sus cifras.

El 13 de agosto, un panel de expertos sobre Venezuela de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) emitió un informe preliminar que concluía que el CNE había incumplido las “medidas básicas de transparencia e integridad que son esenciales para la realización de elecciones creíbles”, que no había seguido “las disposiciones legales y regulatorias nacionales”, y que había incumplido “todos los plazos establecidos”.

Lo que cambió

Esta historia no se termina con el fraude masivo: ha habido algunos cambios profundos que sugieren que esto es apenas el principio.

Por primera vez en la historia reciente, ningún sector significativo de la oposición boicoteó las elecciones. En cambio, la oposición llevó a cabo una elección primaria, de la que surgió Machado como candidata de unidad. Más de dos millones de personas participaron en ella, a pesar de las amenazas de las autoridades, la censura y las agresiones físicas contra los candidatos durante la campaña. Sin embargo, los resultados fueron inmediatamente anulados por el Tribunal Supremo, alineado con el gobierno. El tribunal confirmó una antigua inhabilitación contra Machado, producto de una condena por acusaciones de corrupción que no habían sido probadas. El gobierno impuso a la oposición incontables obstáculos para la designación de un reemplazante.

Machado logró la aparentemente imposible proeza de transferir su popularidad a su sucesor, un ex diplomático de disposición afable que prácticamente nadie conocía. Aunque su nombre no figuró en las boletas de votación, Machado continuó siendo la líder indiscutible de la oposición.

Además de lograr una unidad sin precedentes, la oposición desarrolló una estrategia, el Plan 600K, para monitorear la elección y asegurar la mayor transparencia posible. Reclutó a unos 600.000 voluntarios para defender el voto a través de los llamados “comanditos”, pequeños grupos compuestos de unas 10 personas. A principios de julio, la oposición afirmaba que se habían formado más de 58.300 comanditos. El día de las elecciones, éstos estuvieron presentes en los centros de votación de toda Venezuela para garantizar que todo el mundo pudiera ejercer su derecho de votar y salvaguardar la integridad del recuento de votos.

Permanecieron allí durante todo el día y, cuando se cerraron las urnas, tomaron una copia del acta de escrutinio, la fotografiaron, escanearon el código QR y transfirieron los datos, junto con la documentación en papel, a centros de recolección de datos montados por la oposición. Previendo lo que se avecinaba, la oposición había trabajado con programadores para replicar un centro de cómputos electorales, de modo de poder procesar los datos y elaborar las cifras de forma independiente, desagregadas hasta el nivel de mesas de votación.

Esta innovadora estrategia tomó por sorpresa al gobierno. Cuando el CNE hizo sus primeros anuncios, la oposición ya había contado el 30% de los votos y sabía que había ganado por un amplio margen. Al día siguiente, los líderes de la oposición dieron una conferencia de prensa en la que afirmaron haber contado más del 70% de los votos. Según este recuento, González obtenía alrededor de 67% de los votos y Maduro 29%. Esta ventaja irremontable convertía a González en el presidente electo. La oposición abrió su base de datos al público, permitiendo a periodistas de investigación y expertos electorales verificar por sí mismos la exactitud de los resultados.

La evidencia de un fraude grosero provocó un segundo cambio significativo: la retirada del apoyo de algunos Estados habitualmente cercanos al gobierno de Maduro. En la noche de las elecciones, solo cuatro gobiernos autoritarios aliados – los de China, Cuba, Irán y Rusia – felicitaron a Maduro por su supuesta reelección.

En el otro extremo, varios gobiernos del continente, incluidos los de Canadá y Estados Unidos, se negaron a reconocer los resultados oficiales. Algunos, como el presidente argentino de extrema derecha libertaria Javier Milei, lo hicieron por razones ideológicas. Es por eso que los rechazos más significativos procedieron de la izquierda democrática latinoamericana, representada principalmente por el presidente de Chile, Gabriel Boric, que basó su postura en la defensa incondicional de la democracia.

Al día siguiente de las elecciones, el gobierno venezolano expulsó a las delegaciones diplomáticas de los siete países latinoamericanos que habían cuestionado los resultados. La embajada argentina, que aún albergaba a seis solicitantes de asilo político, quedó al cuidado de Brasil.

En una posición intermedia, la Unión Europea y tres gobiernos latinoamericanos de izquierda – los de Brasil, Colombia y México – dijeron que reconocerían los resultados una vez que el gobierno presentara las actas de votación que los respaldaban y que éstas fueran verificadas de forma independiente. Antes de las elecciones, el presidente de Brasil, Lula da Silva, y el de Colombia, Gustavo Petro, habían solicitado al gobierno que garantizara elecciones transparentes y respetara los resultados. Ahora, estos son los países que se encuentran en la mejor posición para ayudar a negociar una transición. Son además los principales receptores de emigrantes venezolanos, y saben que muchos más podrían abandonar el país si no se resuelve la crisis.

Lo que no cambió

Antes de las elecciones, Maduro advirtió que, si no ganaba, habría un “baño de sangre”. Su respuesta, como cabía esperar, fue la misma que frente a las protestas masivas de 2014 y 2017: una represión brutal que ha dejado por lo menos 25 muertos.

Desde las primeras horas del 29 de julio, centenares de personas salieron a las calles de Caracas y otras ciudades para protestar contra los inverosímiles resultados oficiales. Para la mañana ya eran miles en todo el país, especialmente en barrios populares densamente poblados que solían ser bastiones del gobierno.

Maduro calificó las protestas como un “brote fascista” y anunció la construcción de nuevas cárceles para alojar a los detenidos. La represión fue llevada a cabo en gran parte por los llamados “colectivos armados”, grupos paramilitares progubernamentales que bloquearon marchas, golpearon a manifestantes y secuestraron a testigos electorales de la oposición. En las redes sociales circularon listas de personas buscadas por presunta incitación a la violencia, incluidos periodistas y miembros de la oposición, y las autoridades instaron a la población a denunciar a quienes participaban en las protestas. En algunos barrios de Caracas, grupos progubernamentales intentaron intimidar a los pobladores marcando las casas de aquellos considerados partidarios de la oposición.

Las fuerzas de seguridad utilizaron perdigones y gases lacrimógenos contra manifestantes y detuvieron arbitrariamente a centenares de ellos, acusándolos de terrorismo o incitación al odio. Según las cifras oficiales, más de 2.400 personas fueron detenidas. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU determinó que a la mayoría de los detenidos no se les permitió elegir un abogado ni ponerse en contacto con sus familias, y calificó algunos de estos casos como desapariciones forzadas. Hasta el 13 de agosto, el grupo de la sociedad civil Foro Penal había verificado 1.393 detenciones, de las cuales 117 correspondían a menores de entre 14 y 17 años.

Pero a pesar de la brutal represión que obligó a muchos a regresar a sus casas temiendo por sus vidas, siguieron estallando esporádicos cacerolazos.

Lo que debe cambiar

Para que las elecciones del 28 de julio marquen el inicio de una transición a la democracia deberán combinarse tres factores, ninguno de los cuales es suficiente por sí solo: protestas masivas, presión internacional y división y deserción de los militares.

Para muchos venezolanos, estas elecciones fueron la última oportunidad que le daban a su país antes de rendirse y unirse a los millones que se han marchado. El éxodo, el elevado presentismo electoral, los resultados de las elecciones y las protestas subsiguientes son todos señales de que la gran mayoría ya no apoya al gobierno, y de que muchos han comenzado a oponérsele activamente.

Por el momento, los líderes de la oposición han evitado convocar a la gente a las calles, conscientes de que, dada la respuesta represiva del régimen, más protestas inevitablemente traerán más víctimas. Sin embargo, sin una movilización masiva, el régimen podría recuperar rápidamente el control, y los líderes de la oposición podrían terminar en prisión. Queda por verse cuántos se atreverán a salir a la calle y durante cuánto tiempo, así como hasta dónde llegará el gobierno en su afán represivo.

Maduro solamente se irá cuando considere que el costo de permanecer en el poder es mayor que el de entregarlo, por lo que toda negociación internacional debería centrarse en reducir los costos de su salida. Esto probablemente implique concesiones desagradables: cierto grado de inmunidad, y por tanto impunidad, para Maduro y otros altos funcionarios, será el costo a pagar por la transición.

Sin embargo, la presión internacional tiene un límite. Maduro ya ha demostrado que, de ser necesario, está dispuesto a soportar el aislamiento internacional para mantenerse en el poder. Ha incumplido sistemáticamente todos sus compromisos internacionales, incluido el Acuerdo de Barbados, que allanó el camino para las elecciones. Además, los Estados más dispuestos a negociar un acuerdo tienen poca influencia sobre Maduro, ya que Venezuela no depende de ellos, mientras que los países de los que sí depende, China y Rusia, no tienen ningún incentivo para promover la democracia.

Dos de los tres elementos de la ecuación han comenzado a moverse: una clara mayoría ha expresado su voluntad en las urnas y en las calles, y antiguos aliados internacionales, ideológicamente afines, han insistido en que debe respetarse la voluntad del pueblo. El tercer factor, sin embargo, sigue siendo una incógnita. Incluso sitiado y aislado internacionalmente, el régimen podría sobrevivir si continúa decidido a enfrentar la crisis con violencia, como lo ha hecho hasta ahora, y las fuerzas de seguridad permanecen de su lado. El destino de millones de personas depende de lo que ocurra a continuación.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • El gobierno debe liberar inmediatamente a las personas detenidas arbitrariamente por protestar, investigar todas las muertes ocurridas en el contexto de protestas y obligar a los perpetradores a rendir cuentas.
  • La comunidad internacional debe seguir aislando al régimen autoritario para aumentar los costos de mantenerse en el poder.
  • Los gobiernos progresistas latinoamericanos que mantienen un diálogo con el presidente Maduro deben seguir negociando garantías de salida que permitan iniciar una transición.

Para entrevistas o más información, póngase en contacto con research@civicus.org

Foto de portada de Tomás Cuesta/AFP vía Getty Images