En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Brasil, el ex presidente de izquierda Inácio ‘Lula’ da Silva derrotó por escaso margen al actual gobernante de extrema derecha, Jair Bolsonaro. En vistas de sus esfuerzos sistemáticos por socavar la credibilidad del sistema electoral, se temía que Bolsonaro impugnara los resultados. Fue en cambio el núcleo duro de sus partidarios el que se movilizó para reclamar una intervención militar mientras Bolsonaro permanecía en silencio durante dos días, para luego dar el visto bueno a una transición ordenada sin nunca llegar a reconocer su derrota. En un contexto de severa restricción fiscal y en situación de minoría legislativa, el nuevo presidente tendrá que trabajar para unir a un país profundamente dividido, implementar una agenda social progresista y revertir una serie de decisiones ambientales dañinas sostenidas en la negación del cambio climático.

Durante casi dos días tras la proclamación de los resultados de la segunda vuelta presidencial del 30 de octubre en Brasil, el actual presidente de extrema derecha y fallido aspirante a la reelección, Jair Bolsonaro, estuvo desaparecido en acción. Se ausentó de la escena pública, se negó a ver a nadie y guardó un silencio inusual, inclusive en Twitter.

Pero los presidentes del Tribunal Supremo, de la Cámara de Representantes y del Senado reconocieron rápidamente la victoria de su contrincante, el expresidente de izquierda Inácio “Lula” da Silva, y lo mismo hicieron los principales mandatarios del mundo. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, felicitó a Lula y destacó que las elecciones habían sido “libres, justas y creíbles” apenas media hora después de publicados los resultados.

Luego de hablar con Bolsonaro en la noche de las elecciones, el presidente del Tribunal Superior Electoral (TSE) afirmó que no veía “ningún riesgo real” de que el presidente impugnara los resultados. El desafío, sin embargo, provino del núcleo duro de seguidores de Bolsonaro. A partir del domingo por la noche, los camioneros iniciaron cientos de cortes de rutas en 22 estados de Brasil, interrumpiendo el tráfico terrestre y aéreo y provocando desabastecimiento en algunas grandes ciudades. El Tribunal Supremo ordenó a la Policía Federal de Carreteras, una institución que mantiene estrechos vínculos con Bolsonaro, que desbloqueara las carreteras y amenazó a su jefe con penas de prisión y fuertes multas de no cumplir la orden antes de la medianoche del martes.

El martes por la tarde, unos 200 -menos de la mitad- de los bloqueos habían sido despejados, a menudo mediante el uso de gases lacrimógenos. Pero para entonces los partidarios de Bolsonaro se encontraban reunidos frente al cuartel general del ejército en la capital, Brasilia, y frente a instalaciones militares en otros lugares del país, gritando consignas y rezando por un golpe militar. A lo largo de meses, su líder les había dicho que, por ser mayoría y tener la razón, sólo podrían perder si les robaban la elección. Y ellos le creyeron.

Transición en curso

Durante casi dos días, las especulaciones se multiplicaron. ¿Les diría Bolsonaro a sus partidarios que se desmovilizaran y se fueran a casa, o redoblaría la apuesta al modo de Donald Trump? Sus esfuerzos sistemáticos por sembrar dudas sobre la integridad del sistema de votación electrónica habían sacado a la gente a la calle, y cuanto más tiempo Bolsonaro permanecía en silencio, más se envalentonaban sus partidarios, de modo que ¿cómo iba a echarse atrás ahora? Por otra parte, estaba claro que ninguna personalidad de alto rango en el ejército, la comunidad empresarial o en su propia coalición política lo apoyaría en esta empresa, de modo que ¿cómo podría no hacerlo?

Bolsonaro pareció tironeado por incentivos contrapuestos: ¿debería seguir jugando el juego de la democracia, en el cual, dado su reciente desempeño electoral, bien podría volver a ganar en el futuro, o debería mantener su retórica belicosa, sin la cual corría el riesgo de alienar al núcleo duro de sus partidarios?

El presidente finalmente reapareció para pronunciar un discurso de dos minutos en el que agradeció a sus votantes y describió los cortes de rutas como una expresión legítima de “la indignación y la sensación de injusticia”, pero también rechazó el uso de lo que calificó de “métodos de la izquierda”. Muchos trataron de leer entre líneas una admisión de la derrota, pero Bolsonaro nunca mencionó Lula ni reconoció su triunfo. Tras su discurso, abandonó inmediatamente el atril y fue su jefe de gabinete quien tomó el micrófono para responder a las preguntas desesperadas del periodismo y anunciar que la transición estaba en marcha.

“Estoy seguro de que tendremos una excelente transición”, tuiteó en respuesta el presidente electo. El Tribunal Supremo emitió un comunicado en el que interpretaba las palabras de Bolsonaro como un reconocimiento de los resultados electorales. Y la transición de dos meses arrancó de forma sorprendentemente normal, siguiendo las reglas establecidas por ley para garantizar que el equipo entrante tuviera acceso a la información y la documentación relevantes antes de la toma de posesión del 1º de enero. Un líder autoritario sometió a las instituciones brasileñas a una prueba de estrés, y éstas resistieron.

Un país partido por la mitad

Lula se impuso sobre Bolsonaro por el margen más estrecho desde 1985, cuando se restableció la democracia en Brasil: 1,8 puntos porcentuales, o dos millones de votos, una cantidad minúscula para unas elecciones en las que votaron 118 millones de personas.

La polarización del electorado brasileño quedó patente en la primera vuelta electoral, en la que aunque compitieron 11 candidatos, entre Lula y Bolsonaro se llevaron el 91% de los votos.

En el período previo a ambas elecciones, los encuestadores subestimaron sistemáticamente el voto de Bolsonaro, quien en la segunda vuelta recolectó muchos más votos adicionales que Lula: tras obtener el 43,2% de los votos el 2 de octubre, sumó 7,1 millones de votos más el 30 de octubre, mientras que Lula, que ganó la primera vuelta con el 48,4%, sumó 3,3 millones de votos más.

Pero esto no cambió el hecho de que Bolsonaro se convirtió en el primer presidente brasileño del período democrático en buscar la reelección y perderla – y Lula en el primero en obtener un tercer mandato. Tomará posesión del cargo 12 años después del final de su segundo mandato. En el interregno, pasó 580 días en prisión por un caso de corrupción que fue posteriormente anulado, pero lo dejó fuera de la carrera presidencial de 2018, que Bolsonaro en consecuencia ganó.

Dos bloques contrapuestos

El enfrentamiento entre los dos líderes carismáticos –un ex líder sindical y un ex oficial del ejército- expresó la oposición entre dos bloques geográficos y sociales claramente diferenciados. El campo progresista, pro Lula, tiene una fuerte base social entre los pobres, al menos entre los que no comulgan con la fe evangélica. Las mujeres y los votantes negros se inclinan desproporcionada en su favor. El campo conservador incluye a una gran parte del empresariado, a la agroindustria y al creciente electorado evangélico.

Mientras que el norte y el noreste dieron la mayoría al Partido de los Trabajadores (PT) liderado por Lula, el sureste, el sur y las zonas más urbanas e industrializadas del centro prefirieron a Bolsonaro. Lula ganó en 13 estados, Bolsonaro en 14.

Cabe destacar que los candidatos a gobernador de Bolsonaro ganaron no solamente en estados como San Pablo, donde se impuso Bolsonaro, sino también en estados como Minas Gerais, donde Lula ganó ajustadamente. Estos dos gobernadores, Tarcisio Gomes de Freitas y Romeu Zema, parecen tener aspiraciones presidenciales. Todo parece indicar que la ideología y la forma de hacer política de Bolsonaro perdurarán mucho más que su mandato.

Los dos bloques presentaron narrativas opuestas sobre las elecciones: para el campo pro-Lula, se trató de una elección entre la democracia y el fascismo; para el campo pro-Bolsonaro, fue una batalla entre el bien y el mal, entre la patria y el comunismo. La polarización política dividió familias y acabó con vínculos de amistad.

Los partidarios de Bolsonaro denunciaron supuestas conspiraciones anti-Bolsonaro que incluían a los principales medios de comunicación y a todas las instituciones, desde el Tribunal Supremo y el TSE hasta las escuelas y universidades, caracterizadas como usinas del activismo de izquierda. Calificaron a Lula de corrupto, mentiroso, un ateo que había hecho un pacto con el diablo y destructor de la familia tradicional. Los partidarios de Lula acusaron a Bolsonaro de fascista, violento, racista, homófobo y misógino, negador del cambio climático y carente de toda empatía, subrayando su negativa a asumir responsabilidad por su mala gestión de la pandemia de COVID-19 y las casi 700.000 muertes resultantes.

Bolsonaro pareció tironeado por incentivos contrapuestos: ¿debería seguir jugando el juego de la democracia, en el cual, dado su reciente desempeño electoral, bien podría volver a ganar en el futuro, o debería mantener su retórica belicosa, sin la cual corría el riesgo de alienar al núcleo duro de sus partidarios?

No es de extrañar que el “todo vale” prevaleciera a lo largo de una campaña caracterizada por las acusaciones e insultos recíprocos, inclusive durante el debate televisivo transmitido en vivo el 28 de octubre. La violencia estalló no solamente en las redes sociales, plagadas de desinformación y discursos de odio, sino también en el mundo real.

En el período previo a la primera vuelta se habían producido varios asesinatos de políticos, activistas y periodistas de izquierda, propiciados por una retórica violenta procedente de la cúspide del poder. Antes de la segunda vuelta políticos bolsonaristas protagonizaron nuevos actos de violencia política a plena luz del día. Uno de ellos, la diputada Carla Zambeli, persiguió a un partidario de Lula con un arma por las calles de San Pablo. Un ex diputado y líder de uno de los partidos de la coalición pro-Bolsonaro, Roberto Jefferson, lanzó explosivos contra la policía federal cuando se encontraba atrincherado en su vivienda, resistiéndose a un arresto. Enfrentaba una pena cárcel por haber incumplido las condiciones del arresto domiciliario que se le había impuesto por atacar a una jueza del Tribunal Supremo en las redes sociales.

La lista de tareas de Lula

Ya en la noche de la elección, Lula se dispuso a afrontar el primer desafío que tenía por delante: el de curar las heridas de la polarización política y unir al país, incluso hablando con quienes no lo consideran el líder legítimo de Brasil.

En una multitudinaria celebración callejera en San Pablo, ofreció un discurso conciliador en el que presentó su victoria como un triunfo de la democracia y prometió gobernar en interés de todos y todas las brasileñas, y no solamente de sus votantes.

El Lula de 77 años que acaba de reaparecer en escena es muy diferente del político que dejó la presidencia en 2010, con altísimos índices de aprobación. Es ahora un izquierdista moderado cuyo programa enfatiza mucho más los derechos de las mujeres y de las personas LGBTQI+, los derechos de los pueblos indígenas y de las personas negras y la justicia climática.

No intentó ganar solo. En cambio, profundizó la estrategia que insinuó al escoger al centrista Geraldo Alckmin como compañero de fórmula vicepresidencial, construyendo un frente amplio. Su coalición electoral de cara a la segunda vuelta incluyó a personalidades tales como el líder socialista del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo, Guilherme Boulos, la diputada ecologista Marina Silva, el ex presidente y antiguo crítico suyo, Fernando Henrique Cardoso, y a dos ex gobernadores del Banco Central de Brasil, Henrique Meirelles y Pérsio Arida.

Lula también se aseguró el apoyo de la candidata que obtuvo el tercer puesto en la primera vuelta, la senadora de centroderecha Simone Tebet, así como de muchos conocidos políticos, economistas, académicos y celebridades de centro y centroderecha que consideraban que la democracia estaría en riesgo si Bolsonaro fuera reelecto.

Lula recogió votos de la izquierda y del centro del espectro político, y fueron muchos los que lo votaron básicamente para asegurar la derrota de Bolsonaro. Su victoria se inscribe en una tendencia regional en curso que no tiene que ver tanto con los giros ideológicos como con la casi inevitable derrota de los oficialismos. La gente pareciera estar buscando alternativas a los políticos en el poder. De las 11 elecciones presidenciales más recientes en Sudamérica, 10 han sido ganadas por la oposición.

El presidente electo enfrenta ahora el desafío inmediato de convertir su coalición electoral en una coalición de gobierno, la cual le resultará indispensable para moverse en un Congreso donde su partido está en minoría.

Además de contar con un mandato mucho más débil que en el pasado, Lula carecerá de los recursos fiscales que en su primera época le ayudaron a financiar las grandes políticas sociales con las que logró sacar a millones de personas de la pobreza. Aun así, hay por lo menos dos grandes promesas de campaña que tendrá que cumplir. La primera de ellas es mejorar la situación de los más pobres: los 33 millones que actualmente pasan hambre y los 100 millones que viven en la pobreza.

La segunda es hacer frente a la crisis climática revirtiendo la destrucción de la selva amazónica y reposicionando a Brasil como líder global en materia de acción frente al cambio climático. El presidente electo ha dado una señal positiva en este sentido al anunciar que participará en la cumbre sobre el cambio climático COP27, donde Brasil es parte de conversaciones para desarrollar una alianza por la selva.

Su agenda política está destinada a encontrar resistencia tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, así como de parte de los estados gobernados por bolsonaristas y, como lo sugieren las protestas frente a los resultados de las elecciones, también en las calles que solían ser el territorio propio de los movimientos sociales afiliados al PT. Para poder lograr algo, el gobierno liderado por el PT tendrá que negociar con los políticos conservadores del llamado “centrão” (gran centro), ahora aliados de Bolsonaro.

Para poner en práctica la agenda política que le reclama la base social de su partido, el nuevo presidente tendrá que entablar el tipo de alianzas y negociaciones que bien podrían desencadenar una crisis de identidad entre sus partidarios. Tendrá que mantener el equilibrio en esta cuerda floja, o correrá el riesgo de unirse, en las próximas elecciones, a las crecientes filas de los oficialismos derrotados

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • El presidente Bolsonaro debe comprometerse con un traspaso pacífico del poder, incluso revirtiendo toda narrativa que siembre dudas sobre la legitimidad de los resultados electorales.
  • El presidente electo Lula debe enfocarse en tender puentes a través de las diferencias políticas y convertir su coalición electoral en una coalición de gobierno plural.
  • Una vez en el cargo, Lula debe restablecer las protecciones ambientales, habilitar agencias y mecanismos ambientales y revertir las restricciones impuestas al activismo por el clima.

Foto de portada de Reuters/Amanda Perobelli vía Gallo Images