CIVICUS conversa con Wildalr Lozano, joven activista peruano, sobre la ola de protestas lideradas por la generación Z en Perú.

Una reforma impopular del sistema de pensiones desencadenó en septiembre una movilización masiva que rápidamente se convirtió en un movimiento contra la corrupción, la inseguridad y la crisis institucional. Las protestas, organizadas principalmente a través de redes sociales y sin líderes formales, unieron a jóvenes y trabajadores de diversos sectores en un reclamo común por cambios estructurales. La represión policial intensificó la indignación ciudadana y contribuyó a la destitución, el 10 de octubre, de la presidenta Dina Boluarte. Tras violentos enfrentamientos, el gobierno ha declarado el estado de emergencia en la capital, Lima.

¿Qué provocó las protestas y cuáles fueron sus demandas?

El 27 de agosto, el Congreso aprobó una ley de reforma del sistema de pensiones profundamente impopular. La nueva ley obligaba a los jóvenes mayores de 18 años a afiliarse a un fondo privado, eliminaba el derecho a retirar el 95,5% del fondo acumulado al jubilarse y exigía al menos 20 años de aportes ininterrumpidos para acceder a una pensión mínima de unos 600 soles (aproximadamente 175 dólares estadounidenses) mensuales. Además, disponía que los trabajadores independientes comenzaran a aportar el 2% de sus ingresos a partir de 2028, con incrementos graduales hasta llegar a 5%. En un país donde gran parte de la población trabaja en la informalidad y depende del ingreso diario, estos requisitos son imposibles de cumplir.

Días después de la aprobación de la ley, la gente salió a las calles. Al principio, nuestro pedido era que se derogara la reforma. El gobierno reaccionó con medidas parciales, restituyendo el retiro del 95,5% y eliminando el aporte obligatorio de los independientes. Pero no fue suficiente: el movimiento había crecido y, con él sus demandas.

La indignación pronto trascendió lo económico y apuntó contra el sistema político y económico que perpetúa la desigualdad y la exclusión. La gente expresó su hartazgo frente a la corrupción y la violencia criminal y reclamó que la ciudadanía tenga voz en las decisiones que afectan su futuro, en vez de ser rehén de políticas impuestas desde arriba. Reclamamos por nuestro derecho básico a vivir con dignidad y seguridad.

¿Qué diferencia a estas movilizaciones de las anteriores?

Esta ola de protesta no tiene líderes visibles ni estructuras formales. Estuvo coordinada a través de redes sociales, grupos de mensajería canales comunitarios, por lo que ha sido más ágil, horizontal y descentralizada que las anteriores.

Esto refleja un cambio generacional. Los jóvenes, especialmente la llamada generación Z, estamos demostrando que es posible impulsar movimientos fuertes sin depender de partidos políticos ni sindicatos tradicionales.

La protesta no ha respondido a intereses partidarios ni ideológicos sino a un deseo genuino de recuperar la confianza en las instituciones y transformar el país desde abajo. De ahí que la movilización se haya convertido en un punto de encuentro entre voces diversas históricamente dispersas. Jóvenes, pensionistas, trabajadores, transportistas, mototaxistas, comerciantes, universitarios, gremios sindicales, artistas y microempresarios han confluido en un mismo espacio con un reclamo común: basta de abusos, corrupción e indiferencia.

¿Cómo respondió el gobierno?

El gobierno se mostró poco dispuesto a dialogar. En lugar de escuchar nuestras demandas, intentó minimizar las protestas y criminalizarlas. Boluarte llegó a decir que las marchas y paros “no solucionan nada”, dejando en evidencia lo desconectadas de la realidad que estaban las autoridades.

Durante las movilizaciones del 20 y 21 de septiembre, cerca de 5.000 policías rodearon a los manifestantes en la Plaza San Martín, en el centro de Lima, y usaron gases lacrimógenos, drones y luces láser. Las imágenes de la represión se difundieron rápidamente, incluyendo la de un anciano siendo brutalmente golpeado por un policía. También se viralizaron los testimonios de jóvenes agredidos y detenidos arbitrariamente. Todo esto provocó una ola de indignación aún mayor. La violencia estatal se convirtió en un símbolo del miedo del poder frente a la movilización ciudadana.

El punto de quiebre fue un ataque armado durante un concierto de la banda de cumbia Agua Marina el 9 de octubre. Dos hombres en motocicleta dispararon desde la parte trasera del escenario, hiriendo a cuatro integrantes del grupo, y las investigaciones apuntan a que el ataque fue perpetrado por bandas de crimen organizado dedicadas a la extorsión. Agua Marina había denunciado amenazas desde 2022, y el atentado se produjo en un contexto de violencia criminal escalada que se había cobrado la vida de otros músicos.

Pocos días después, el Congreso destituyó a Boluarte por “incapacidad moral permanente” y José Jerí, presidente del Congreso, asumió la presidencia interina según lo establecido en la Constitución, ya que Boluarte no contaba con vicepresidentes. Jerí se convirtió así en el séptimo presidente del Perú desde 2016, en medio de una profunda crisis política.

¿Qué hace falta para que se produzca un cambio estructural?

Las autoridades deben reconocer la legitimidad de nuestras demandas y abrir canales de diálogo reales. La ciudadanía no se conformará con soluciones superficiales; solo aceptará una transformación profunda de la manera en que se toman decisiones. El nuevo gobierno tendrá que demostrar si está a la altura, sobre todo de cara a las próximas elecciones, ya que la población estará menos dispuesta a aceptar promesas vacías.

Esta movilización marcó un punto de inflexión. La sociedad, y especialmente la juventud, ha perdido el miedo y comprende que el cambio requiere participación constante. Si esa energía se mantiene y se traduce en voto informado y vigilancia democrática, el impacto será duradero. El Perú está cansado, pero también más despierto y unido que nunca. Y ese, quizás, es el cambio más importante: la certeza de que el poder ciudadano existe y no puede ser ignorado.