Ante el anuncio de un aumento de impuestos que penalizaría a sectores que ya enfrentaban grandes dificultades, se levantó en Colombia una oleada de protestas que puso relieve los problemas estructurales de la pobreza, la desigualdad y la violencia. Las movilizaciones, lideradas inicialmente por sindicatos de trabajadores, estudiantes y otros movimientos sociales, fueron reprimidas con una fuerza brutal; sin embargo, en vez de sofocar las protestas, la respuesta violenta tuvo el efecto de alentar a más gente a unirse a ellas. Aunque el plan tributario fue rápidamente retirado y sustituido por otra propuesta más moderada, las promesas reformistas del gobierno no convencen a muchos manifestantes que han experimentado repetidos incumplimientos de promesas realizadas tras anteriores oleadas de protestas. La experiencia de Colombia debería servir de advertencia para otros gobiernos latinoamericanos tentados de seguir recetas políticas similares.

El 28 de abril, las calles de la capital colombiana, Bogotá, y de otras ciudades como Cali y Medellín se poblaron de manifestantes. Liderado por organizaciones de estudiantes y profesores, sindicatos de trabajadores y otras organizaciones sociales, el paro nacional de 24 horas levantó la consigna “abajo la reforma tributaria”.

La protesta se realizó pese al llamamiento emitido por la Asociación Colombiana de Medicina Crítica y Cuidado Intensivo, que en función de razones sanitarias desaconsejaba las concentraciones masivas, y en desafío a una orden emitida por un juez de la región metropolitana, que pretendía impedir tanto las protestas del 28 de abril como las usuales concentraciones del 1º de mayo, Día Internacional de los Trabajadores.

La orden judicial era una advertencia cuyo significado los manifestantes experimentados decodificaron fácilmente: daría vía libre a las fuerzas de seguridad para detenerlos y reprimirlos. Dicho y hecho: la respuesta del Estado a la amplia ola de protestas que comenzó ese día fue extremadamente violenta; según estimaciones de la sociedad civil local, habría arrojado cerca de 90 personas fallecidas.

Las protestas, con la juventud a la cabeza, se produjeron en un contexto de crecientes desigualdad y violencia, agravadas por la inacción del gobierno para implementar el acuerdo de paz de 2016 y profundizadas por la pandemia. Justo después de que comenzaran las protestas, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia informó que la pobreza monetaria había alcanzado al 42,5% de la población en 2020, aumentando 6,8 puntos porcentuales con respecto a 2019.

Propuesta fiscal profundiza descontento generalizado

La propuesta que desencadenó las protestas incluía la supresión de exenciones fiscales que favorecían a sectores muy necesitados de ayuda, incluidos los trabajadores desocupados, la disminución del umbral salarial mínimo no imponible, el aumento de impuestos a las empresas y la supresión de líneas de crédito. Con su característica sordera, el gobierno promovió este paquete tributario durante la recesión económica provocada por la pandemia, alegando que la respuesta a la pandemia había sido demasiado costosa para el presupuesto público.

Desde la perspectiva de los sindicatos de trabajadores, las organizaciones estudiantiles y la sociedad civil en general, la medida reflejaba la realidad de un gobierno que no rendía cuentas y que, en vez de atacar la corrupción, basaba su plan de recuperación en una mayor extracción de recursos de los sectores más golpeados por la pandemia, en vez de forzar a los muy ricos a pagar el poco más que seguramente estaban en condiciones de afrontar.

Muy pronto, el 2 de mayo, el presidente Iván Duque retiró su proyecto de reforma fiscal, pero las protestas continuaron. El proyecto de ley abrió las compuertas del descontento popular, pero su retiro no habría de cerrarlas.

La ciudadanía reclamó acción para encarar una serie de problemas irresueltos. Denunció la pobreza y la desigualdad generalizadas, un sistema de salud pública ineficaz y desfinanciado, incapaz de hacer frente a la pandemia, un sistema de educación pública en ruinas y la falta de perspectivas de empleo para toda una generación joven. Protestó por la decisión del gobierno de hacer poco y nada para implementar el acuerdo de paz con el movimiento guerrillero de las FARC y por la persistente violencia en los territorios, que sigue costando las vidas de cientos de líderes sociales y activistas. Exigió a su gobierno la ratificación del Acuerdo de Escazú sobre derechos ambientales, el cese de la promoción de proyectos extractivos predatorios y el fin de los ataques letales contra personas defensoras de los derechos ambientales, de los pueblos indígenas y el territorio, así como de la impunidad que casi invariablemente prevalece.

Los acontecimientos que se desarrollaron en Colombia siguieron el mismo patrón observado en los últimos años en toda América Latina, donde políticas que empeorarían la situación económica de quienes ya experimentaban dificultades desencadenaron protestas explosivas. Esto sucedió en Chile en 2019 y 2020, cuando las protestas desencadenadas por un aumento en las tarifas del transporte desembocaron en demandas de cambios profundos que resultaron en un proceso de reforma constitucional postergado durante décadas- véase artículo .

Algo similar ocurrió en 2020 en Costa Rica, cuando un acuerdo de préstamo del Fondo Monetario Internacional que incluía una serie de aumentos de impuestos provocó protestas generalizadas y una profunda polarización que probablemente perdure. También ocurrió en Guatemala en 2020, cuando el intento de recortar el presupuesto de educación y salud sacó a la luz un persistente descontento frente a la corrupción y la naturaleza interesada de la élite política; aunque los recortes se revirtieron rápidamente, las protestas continuaron exigiendo cambios políticos fundamentales. ¿Cuándo van a aprender los gobiernos que no pueden seguir esperando que la gente que menos tiene sea la que pague el costo de sus fracasos políticos?

VOCES DESDE LAS PRIMERAS LÍNEAS

CIVICUS conversó con una joven activista por los derechos sociales y los derechos humanos que prefirió permanecer en el anonimato por razones de seguridad. Ella nos explicó así las causas de las protestas:

 

En el fondo, los móviles son los mismos de las protestas de 2019 y 2020. En las protestas de 2019 pesó más la crisis del desempleo y el hambre, mientras que en las de 2020 se impuso más el tema de la represión, el no querer seguir siendo humillados y asesinados. Las que estallaron en abril de 2021 combinaron los móviles de las dos oleadas precedentes, porque no solamente ninguno de los dos problemas había sido atacado de raíz, sino que ni siquiera se habían ofrecido paliativos; al contrario, la crisis económica se agudizó y la represión política se mantuvo.

La reforma tributaria fue apenas la gota que derramó el vaso, ya que se sumó a un cúmulo de problemas. En las asambleas en que participamos se recogieron cientos de reivindicaciones y reclamos de toda índole, desde tapar huecos en las calles de un barrio hasta tumbar el gobierno del presidente Iván Duque y hacer justicia frente a los llamados “falsos positivos”, es decir, casos de civiles asesinados por las fuerzas militares y presentados como parte del conflicto armado. Lo que vivía la juventud era un sentimiento de querer cambiarlo todo, de no querer seguir viviendo como antes.

Pero a pesar de la diversidad de demandas, algunas aglutinan más a los jóvenes populares. Pienso que, en materia económica, la juventud de los sectores populares reclama empleo y oportunidades de salir adelante, y en materia política estos jóvenes, en particular los que conformaron algunas de las primeras líneas de las protestas, reclaman dignidad, dejar de ser humillados. Nada agrupa más a estos jóvenes que su odio profundo a la policía, como representante principal de los ultrajes y humillaciones que viven a diario. Se sienten como parias sin futuro económico, sin esperanzas de conseguir un trabajo más allá del rebusque diario para sobrevivir, rechazados por la sociedad y perseguidos como delincuentes por la policía por el hecho de ser jóvenes y pobres.

Los sectores estudiantiles, también jóvenes pero más intelectuales, algunos de clase media, también fueron una fuerza significativa en las protestas, pero tendieron a enfatizar demandas contra la represión política y la violación de los derechos humanos, los “falsos positivos”, los asesinatos de líderes sociales y la criminalización de la protesta.

 

Este es un extracto editado de nuestra entrevista. Lea la entrevista completa aquí.

Respuesta letal

El gobierno se negó a tomar en serio estas grandes demandas de cambio y optó por tratar a las protestas como un problema de orden público en vez de como una cuestión política. Ello resultó en una fuerte represión. El gobierno desplegó a los militares junto con la policía, y ambos aplicaron contra los manifestantes las tácticas represivas que habían perfeccionado en la lucha contra el crimen organizado y la guerrilla.

Tan solo en la primera semana de protestas las organizaciones que monitoreaban las protestas documentaron cientos de violaciones de derechos humanos. El 3 de mayo, la Defensoría del Pueblo de Colombia confirmó que 19 personas habían muerto desde el inicio de las protestas; les seguirían muchas otras. Según la organización de la sociedad civil Defender la Libertad, hubo unas 300 personas heridas y casi mil detenidas. Otro grupo de sociedad civil, Temblores, documentó nueve casos de violencia sexual por parte de las fuerzas de seguridad, así como 56 desapariciones. La Fundación para la Libertad de Prensa documentó 70 ataques contra medios de comunicación.

Ni siquiera la presencia de observadores internacionales disuadió el uso de la violencia. La Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (ONU) informó que, mientras realizaba una misión de verificación en la ciudad de Cali el 3 de mayo, el personal de la ONU fue testigo de cómo la policía abría fuego contra manifestantes, lo que aparentemente arrojó muertos y heridos. Los grupos locales de derechos humanos que acompañaban a la misión fueron atacados, amenazados y agredidos por la policía.

En lugar de reconocer la represión, a principios de mayo el ministro de Defensa culpó por la violencia a “organizaciones criminales” que, según él, se habían infiltrado en las filas de los manifestantes, pese a que el derecho internacional en materia de derechos humanos establece claramente que el hecho de que las protestas puedan incluir algunos elementos violentos no justifica el uso excesivo de la fuerza. La mayoría de las protestas fueron pacíficas, pero se produjeron varios actos de vandalismo, saqueos y ataques incendiarios contra estaciones de policía, que las fuerzas de seguridad interpretaron como una suerte de permiso para intensificar la violencia.

Y esto fue apenas el principio, porque las protestas -y su represión- continuaron durante meses. Cali, situada en una de las regiones más castigadas por el conflicto armado colombiano, se convirtió en el epicentro de la más grave represión contra los jóvenes manifestantes, tanto por parte de las fuerzas de seguridad como por parte de grupos civiles armados. Los manifestantes establecieron bloqueos de carreteras que provocaron escasez de combustible y provocaron preocupación en relación con el suministro de insumos médicos; esto desencadenó violentas contramanifestaciones en las que grupos civiles armados dispararon contra manifestantes mientras las fuerzas de seguridad se negaban a intervenir. En una ciudad cuya población joven vive en un contexto de profunda desigualdad, ello ofreció el espectáculo de personas de mayores recursos armándose para defender su privilegio económico con la aprobación tácita de las autoridades.

Entre las graves violaciones de derechos humanos cometidas durante las protestas cabe destacar los asesinatos y las desapariciones, el uso de armas de fuego y el empleo inadecuado e indiscriminado de armas no letales, las detenciones arbitrarias y violentas y los abusos sexuales contra personas detenidas. Esta política de mano dura se vio facilitada por la estigmatización sistemática de los manifestantes, a quienes funcionarios de los gobiernos nacional y locales calificaron repetidamente de vándalos vinculados con organizaciones delictivas. La estigmatización habilitó la criminalización, y algunos jóvenes líderes sociales fueron acusados de terrorismo.

Los periodistas fueron objeto de ataques: se documentaron casos en que fueron atacados precisamente por identificarse como trabajadores de los medios de comunicación. Se trató de un intento evidente de impedir la libre circulación de la información.

Pero la respuesta violenta tuvo el efecto contrario al deseado: alentó a más personas, ciudadanos de todas las edades, a unirse a las protestas, poniéndose en pie para defender el derecho a la protesta que estaba siendo claramente atacado. Las protestas continuaron durante meses.

VOCES DESDE LAS PRIMERAS LÍNEAS

CIVICUS conversó con un varios integrantes de la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos y de la Campaña Defender la Libertad: Asunto de Todas, que respondieron colectivamente a nuestras preguntas.

 

La Policía Nacional ha respondido con una avanzada violenta, desproporcionada y en varios casos ilícita, contra las personas manifestantes. Según datos de la Campaña Defender la Libertad, desde el 28 de abril hasta el 21 de julio de 2021 esta violencia dejó 87 personas civiles asesinadas en el marco de protestas, 28 de ellas atribuibles a la fuerza pública, siete a civiles no identificados y 46 a agresores no identificados. En ese lapso, 1905 personas fueron heridas por el accionar desproporcionado de la Policía Nacional, los Escuadrones Móviles Antidisturbios (ESMAD) y civiles no identificados. Asimismo, 326 personas defensoras de derechos humanos fueron agredidas en el marco de su labor de acompañamiento a las jornadas de protesta social, 106 fueron víctimas de violencias basadas en género, y 3.365 personas fueron detenidas, muchas de ellas de manera arbitraria, lo que dio lugar a 1.603 denuncias por abuso de poder y violencia policial.

Estas cifras evidencian la poca disposición al diálogo de las autoridades y la forma en que es violado el derecho a la protesta social en el país. Quienes se manifiestan ponen en riesgo su integridad y su vida.

La movilización se ha sostenido gracias a formas de organización nuevas y creativas que lograron distribuir roles en medio de las álgidas jornadas de represión policial, con personas encargadas de sostener barreras defensivas con escudos improvisados o relativamente elaborados, otras a cargo de devolver los gases lacrimógenos y elementos de disuasión usados por la policía, otras encargadas de dar primeros auxilios médicos, psicosociales, emocionales y jurídicos a quienes los necesitaran, y otras desempeñando roles de cuidado, proporcionando alimentación e hidratación a los manifestantes.

El resultado fue el surgimiento de espacios tales como “Puerto Resistencia” en Cali y el “Espacio Humanitario Al Calor de la Olla” en Bogotá, que se replicaron en otros puntos de resistencia en el país. En estos espacios confluyen tejidos interorganizativos e intergeneracionales que a través del diálogo y encuentros asamblearios construyen consensos y priorizan acciones itinerantes adaptables al contexto de cada territorio.

Es de esperar que las protestas continúen, toda vez que éstas no se han surgido únicamente de los históricos epicentros de convocatorias, como las centrales obreras y sindicatos profesorales, sino que hay múltiples epicentros de convocatorias en las ciudades y carreteras del país que logran movilizar ciudadanías diversas organizadas, en proceso de organizarse y no organizadas con diversas motivaciones o coyunturas particulares que las impulsan a salir a las calles.

 

Este es un extracto editado de nuestra entrevista con la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos y la Campaña Defender la Libertad. Lea la entrevista completa aquí.

El 1º de julio, dos grupos de la sociedad civil, Temblores e Indepaz, junto con una unidad de la Universidad de los Andes, presentaron un informe a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en el que ponían de manifiesto violaciones sistemáticas de los derechos garantizados por la Convención Americana de Derechos Humanos. El 7 de julio, la CIDH publicó las observaciones y recomendaciones de una visita realizada a principios de junio, durante la cual escuchó 302 testimonios individuales y colectivos de más de 500 personas. Anunció la puesta en marcha de un Mecanismo Especial de Seguimiento en Materia de Derechos Humanos para Colombia e hizo un llamamiento al diálogo, a la protección de periodistas y personal médico, y a la conducción de investigaciones con la debida diligencia para dar reparación a las víctimas y castigar a los responsables de las violaciones de derechos humanos.

El 30 de julio, Amnistía Internacional publicó un informe que describía en detalle las violaciones de derechos humanos ocurridas en Cali; el documento destacaba la represión policial, la detención ilegal y la tortura de manifestantes y la actuación de las fuerzas civiles paramilitares que operaban junto a las fuerzas del orden. Una exhaustiva verificación digital del material audiovisual confirmó que los escuadrones antidisturbios hicieron un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza, y que los incidentes documentados fueron de carácter sistemático, más que aislados o esporádicos.

¿Y ahora qué?

El 15 de junio, tras casi 50 días de protestas, el Comité Nacional de Paro anunció la suspensión temporaria de sus acciones. Continuaron produciéndose protestas más pequeñas mientras se anunciaban nuevas protestas masivas para el 20 de julio, Día de la Independencia. En vísperas de esta fecha, algunas administraciones subnacionales introdujeron restricciones a las protestas, toques de queda incluidos. En el departamento del Valle del Cauca, que encabeza la ciudad de Cali, se impusieron un toque de queda y restricciones a la circulación de vehículos. Quienes se desplazaron para participar en una reunión de la Asamblea Nacional Popular en Cali denunciaron haber sufrido acoso e intimidación. Así y todo, el 20 de julio y las semanas siguientes se celebraron numerosas protestas en las cuales se condenó la violencia y se exigió la reforma de la policía y un mayor apoyo para la recuperación de la pandemia.

En julio, el gobierno presentó al Congreso un nuevo proyecto de ley de reforma tributaria, centrado esta vez en aumentar los impuestos a las grandes empresas. Sin embargo, los manifestantes continuaron viendo con escepticismo la promesa, contenida en el nuevo proyecto de ley, de mejorar las oportunidades para la juventud mediante un subsidio del 25% del salario mínimo para las empresas que contraten a jóvenes de 18 a 28 años, así como las tímidas “reformas” policiales propuestas, que iban poco más allá de un cambio de uniformes y la impartición de formación en derechos humanos.

Los manifestantes permanecen atentos a la posibilidad real de que prevalezca la impunidad, como lo dejó ver la ambigüedad de las declaraciones de los altos mandos de las fuerzas de seguridad que, aunque dicen estar llevando a cabo investigaciones sobre las violaciones de derechos humanos cometidas durante las protestas, siguen refiriéndose con frecuencia a las denuncias de dichas violaciones como “noticias falsas”.

Los manifestantes también continúan desconfiando de los reiterados llamados al diálogo procedentes del gobierno, ya que declaraciones similares sucedieron a anteriores oleadas de protestas y nunca condujeron a nada, y porque realmente es difícil tomarlos en serio cuando la violencia de las fuerzas de seguridad continúa manifestándose.

Por todas estas razones, en agosto de 2021 las protestas continúan, y es seguro que Colombia será testigo de nuevas oleadas de protesta toda vez que una nueva colección de agravios se sume a la gran cantidad de problemas que llevan largo tiempo sin resolverse. Lamentablemente, no hay indicios de que el gobierno colombiano esté reaccionando a la más reciente llamada de atención.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • El gobierno colombiano debe respetar la libertad de reunión pacífica e investigar todas las instancias de uso excesivo de la fuerza por parte de sus fuerzas de seguridad contra manifestantes y asegurar que todos los responsables rindan cuentas.
  • El gobierno colombiano debe comprometerse a entablar un diálogo genuino y abierto con las diversas partes interesadas, respaldado por un compromiso de emprender reformas reales para reducir la desigualdad, ofrecer oportunidades a la juventud y acabar con la corrupción.
  • La sociedad civil internacional debe apoyar a la sociedad civil colombiana y dar más visibilidad a sus luchas en forma permanente, y no solamente en los momentos álgidos de la represión.