La suspensión de la ayuda exterior por parte de Donald Trump ha desatado una crisis humanitaria mundial. Con la repentina interrupción de más de 40.000 millones de dólares en financiación, programas de salud esenciales están colapsando, iniciativas democráticas están cerrando y comunidades vulnerables quedan desprotegidas. Estos recortes aceleran una peligrosa tendencia mundial de restricción del espacio cívico que amenaza la existencia de la sociedad civil, justo cuando los gobiernos autoritarios refuerzan su control. Sin embargo, las acciones de Trump forman parte de una tendencia mundial más amplia en la que los gobiernos reducen la ayuda y la reorientan hacia sus propios intereses nacionales. La sociedad civil se enfrenta al urgente desafío de desarrollar modelos de financiación más sostenibles.

Era evidente que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca traería malas noticias para la sociedad civil, y no ha tardado en quedar claro hasta qué punto. A horas de haber asumido la presidencia el 20 de enero, Trump puso en marcha su plan “América primero” congelando por 90 días toda la ayuda exterior estadounidense para revisar el gasto y cancelar los apoyos que, según él, no se alinearan con los intereses del país.

Elon Musk, considerado la persona más rica del mundo y visto por muchos como el “presidente en las sombras”, ha declarado que el objetivo es frenar el “despilfarro”. La congelación de fondos, que finalizará a mediados de abril, suspende más de 40.000 millones de dólares de financiamiento internacional – alrededor del 0,6% del presupuesto anual del gobierno estadounidense-, incluidos fondos clave de la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés). Aunque la Corte Suprema acaba de rechazar un intento de retener cerca de 2.000 millones de dólares en pagos por trabajos ya realizados, las repercusiones de la suspensión han sido poco menos que caóticas.

Los primeros en caer víctimas de la iniciativa fueron los vitales programas de salud y lucha contra la pobreza que abarcan desde el suministro de emergencia de alimentos hasta tratamientos para el VIH y esfuerzos para erradicar la malaria, la polio y la tuberculosis. Al encontrarse repentinamente sin fondos, dejaron a innumerables personas en los países más pobres del mundo sin asistencia básica. Sin que los gobiernos lograran cubrir este vacío, muchas organizaciones de la sociedad civil (OSC) que carecen de acceso rápido a otras fuentes de financiación alternativas se vieron obligadas a reducir o suspender sus operaciones. Es probable que esto les cueste la vida a muchas personas.

Las repercusiones van más allá de la ayuda humanitaria: iniciativas de derechos humanos y medios de comunicación independientes también se han visto gravemente afectados. Las OSC que defienden los derechos de las personas LGBTQI+, los derechos de las mujeres, la democracia y el medioambiente y cuya labor depende del apoyo de USAID podrían verse obligadas a cerrar. Aunque algunos programas de emergencia podrían encontrar apoyo en otros donantes, no está claro quién financiará estas iniciativas en el largo plazo. Sin ellas, es probable que los ataques contra los derechos humanos y las libertades fundamentales aumenten.

USAID bajo ataque

Fundada en 1961, USAID es una criatura de la Guerra Fría: nació para contrarrestar la influencia soviética y reforzar la seguridad nacional de Estados Unidos mediante el apoyo a los países del sur global. Al principio su trabajó se centró en dar respuesta a hambrunas y brotes de enfermedades, pero con el tiempo se convirtió en una importante herramienta de poder blando. Cuando Trump llegó al poder, distribuía ayuda en 177 países y empleaba a unas 10.000 personas, dos tercios de las cuales trabajaban en el extranjero.

Estados Unidos es -o solía ser- el mayor proveedor de ayuda al desarrollo de todo el mundo. En 2024, representaba el 40% de la ayuda humanitaria global, con un desembolso anual de 72.000 millones de dólares, de los cuales 40.000 millones eran distribuidos través de USAID. Gran parte de estos fondos se destinaba a OSC que implementaban programas humanitarios y de desarrollo vitales en los países más pobres y desiguales de África, Asia y América Latina.

Pero llegó Trump, y con él Musk, el hombre a quien designó sin la aprobación del Congreso para que dirigiera una entidad, el Departamento de Gobierno y Eficiencia, que formalmente no existe. La misión declarada de Musk es reducir el tamaño del gobierno federal, pero sus objetivos son claramente más políticos que financieros. Con él a la cabeza, organizaciones que el bando de Trump cree que tienen sesgos liberales -como las dedicadas al clima y la educación- están en la línea de fuego. Musk ha dejado clara su postura: USAID es una “organización criminal” que debe desaparecer.

Trump está decidido a desmantelarla. Su plan es fusionar a USAID con el Departamento de Estado y reducir su personal a apenas unos centenares de empleados. Sin embargo, Trump no tiene la atribución de disolver unilateralmente una agencia independiente creada por el Congreso, ni tampoco la de negar el desembolso de fondos ya aprobados. Pero, de momento, lo está haciendo de todos modos. Aunque su intento de suspender a 2.200 funcionarios de USAID fue bloqueado por jueces federales, quienes además ordenaron el desbloqueo inmediato de la ayuda congelada, la Corte Suprema suspendió dicha orden.

El tiempo dirá si el poder judicial, incluida una Corte Suprema moldeada por nombramientos políticos, quiere y puede detener las medidas ilegales e inconstitucionales de Trump. Pero el tiempo es un lujo que activistas y OSC no pueden darse.

Cuestión de vida o muerte

Tras la orden ejecutiva de Trump, el Departamento de Estado emitió rápidamente exenciones para lo que denominó “asistencia humanitaria vital”, un término vago que solo incluía servicios esenciales como atención médica, alimentos y refugio. Sin embargo, no quedaba claro, por ejemplo, qué se consideraba atención médica y qué no, lo que en la práctica generó mucha incertidumbre.

Enfrentadas a directrices contradictorias y con miles de empleados de USAID en baja forzosa e incapaces de ayudar, las OSC se vieron ante una disyuntiva imposible: seguir operando sin saber si el dinero llegaría, o cerrar programas de los cuales dependía la vida de mucha gente. La mayoría no contaba con recursos para seguir adelante.

Las consecuencias fueron evidentes a los pocos días. En las regiones de Sudán devastadas por la guerra, donde 25 millones de personas sufren inseguridad alimentaria grave, casi ocho de cada diez comedores de emergencia cerraron. Cinco áreas ya han alcanzado graves niveles de hambruna y las muertes por inanición aumentan a diario. La mayor crisis humanitaria del mundo ha empeorado de forma catastrófica por obra y gracia de Trump.

En la República Democrática del Congo, cargamentos de medicamentos esenciales fueron abandonados tras la evacuación de los trabajadores de USAID, mientras los combates entre el gobierno y las fuerzas rebeldes se intensifican y traspasan las fronteras. Los servicios de salud colapsan justo cuando más se los necesita. Mientras tanto, la repentina interrupción de los programas de tratamiento de la viruela símica amenaza con transformar un brote controlable en una emergencia global.

El alcance geográfico de esta crisis fabricada es impresionante. En Myanmar, más de un millón de personas perdieron de la noche a la mañana el acceso a tratamiento contra la malaria. Los esfuerzos para controlar la tuberculosis en numerosos países han perdido un tercio de su financiación. En Sudáfrica, donde 7,8 millones de personas son seropositivas, los expertos en salud prevén que si desaparecen los fondos estadounidenses destinados a la lucha contra el sida -que representan el 17% del presupuesto nacional para el tratamiento del VIH-, se podrían producir 500.000 muertes en la próxima década.

Mujeres y niñas enfrentan consecuencias especialmente graves. La administración Trump excluyó explícitamente a los programas de salud reproductiva de las “exenciones para salvar vidas”. Una investigación estimó que 11,7 millones de mujeres perderán el acceso a mecanismos de anticoncepción y de atención básica durante el período en que los fondos estén congelados, lo que podría causar más de 8.300 muertes por complicaciones en el embarazo y el parto.

A medida que esta catástrofe humanitaria se despliega ante el mundo, surge una inquietante pregunta: en un contexto global en el que la financiación ya es de por sí escasa, ¿quién llenará el vacío dejado por Estados Unidos? Para millones de las personas más vulnerables del mundo, la respuesta podría llegar demasiado tarde.

La sociedad civil y la democracia bajo asedio

Los devastadores efectos del congelamiento de fondos decretado por Trump se extienden más allá de las crisis humanitarias inmediatas y amenazan la existencia de muchas OSC alrededor del mundo. Una encuesta realizada a 400 organizaciones miembros de CIVICUS revela un alarmante panorama: el 44% dijo tener menos de tres meses de reservas financieras, y el 14% cuenta con menos de un mes. Muchas OSC ya se han visto obligadas a recortar operaciones, reducir salarios, despedir personal y cerrar programas. Otras dicen que pronto tendrán que hacerlo. Algunas ya están a punto de cerrar.

Trump no podría haber elegido un peor momento para tomar esta medida. En decenas de países, este asfixiante recorte financiero coincide con el fortalecimiento de tendencias autoritarias. En diversas regiones numerosos gobiernos están aprovechando la crisis de financiación para intensificar sus ataques contra las voces independientes y las instituciones democráticas.

El año pasado, nuestro gobierno comenzó a amenazar y suspender a OSC que recibían financiación externa, acusándolas de apoyar al terrorismo o de desestabilizar al gobierno al denunciar violaciones a los derechos humanos. Los recientes recortes de la financiación estadounidense no hacen más que agravar los desafíos que ya enfrentábamos.

Activista de la sociedad civil, Camerún

Esta doble amenaza -el colapso financiero unido a la persecución política- deja a la sociedad civil en una posición vulnerable. Las OSC que defienden las libertades fundamentales en países autoritarios con espacio cívico cerrado están siendo abandonadas. Una organización venezolana se vio obligada a recortar el 75% de su personal y suspender la mayor parte de sus programas. A muchos activistas defensores de la democracia, la medida de Trump los tomó por sorpresa. Tal es el caso de un activista costarricense que comentó que no esperaba que Estados Unidos volviera a su vieja postura de apoyar a las dictaduras latinoamericanas. En Paraguay, donde las libertades cívicas ya estaban bajo amenaza y los grupos antiderechos ya ocupaban posiciones de poder, la situación se está deteriorando rápidamente.

Se generó la tormenta perfecta para que el gobierno ataque aún más a las OSC y restrinja aún más nuestro margen de acción. Lo que venía mal, ahora está peor. Esta reforma apuntala a los que atacan a la sociedad civil.

Activista de la sociedad civil, Paraguay

La crisis está creando vacíos de poder, y en Europa del Este y Asia Central, Rusia ya está intentando llenarlos. Los medios de comunicación independientes se encuentran entre los más afectados: nueve de cada diez medios ucranianos, por ejemplo, dependían de fondos de USAID que ahora están congelados. A medida que se reduzcan la cobertura desde las zonas de combate y las investigaciones sobre crímenes de guerra, las campañas de desinformación rusas encontrarán cada vez menos resistencia.

El daño también se extiende a las comunidades excluidas que dependen del activismo de la sociedad civil. Las organizaciones que defienden los derechos de las mujeres, del colectivo LGBTQI+, de las personas con discapacidad y de las personas refugiados están viendo su financiación desaparecer.

Aún más alarmante es lo que esto significa de cara a futuras crisis. Durante la pandemia de COVID-19, las OSC demostraron su valor, prestando servicios que salvaron vidas cuando los gobiernos no pudieron responder. Esto fue posible gracias a la infraestructura preexistente de la sociedad civil, que pudo reorientarse rápidamente para hacer frente a la crisis. Pero cuando llegue la próxima emergencia global, esas capacidades simplemente no estarán disponibles. La sociedad civil está siendo desmantelada justo cuando las amenazas globales se multiplican.

El ataque contra la sociedad civil orquestado por Trump va acompañado de un discurso violento plagado de acusaciones infundadas que afirman que los fondos de USAID fueron robados y utilizados para difundir “noticias falsas” que favorecían a los demócratas. Esto ha envalentonado a otros gobiernos autoritarios. En Serbia, por ejemplo, la policía ha allanado las oficinas de varias OSC acusándolas de usar indebidamente los fondos de USAID, lo cual es claramente un pretexto para acallar voces independientes.

Tendencias más amplias

Los ataques de Trump a la ayuda internacional alcanzaron niveles inéditos, pero forman parte de una tendencia más amplia de retirada e instrumentalización de los fondos de la cooperación internacional, un fenómeno visible desde hace varios años y que en el último tiempo se ha acelerado.

La absorción de USAID por el Departamento de Estado tiene precedentes. La Agencia Canadiense de Desarrollo Internacional también se fusionó con el Ministerio de Asuntos Exteriores en 2013, y el Ministerio de Desarrollo Internacional del Reino Unido pasó a formar parte del Ministerio de Asuntos Exteriores en 2020. Ambas medidas fueron adoptadas por gobiernos de derecha y no fueron revertidas por las administraciones más progresistas que les sucedieron.

Estas fusiones forman parte de una tendencia generalizada a vincular la ayuda internacional con los intereses nacionales, especialmente de defensa, diplomacia y comercio. Esto aleja a la ayuda de sus objetivos originales: reconocer nuestra humanidad compartida, contribuir a un mundo más justo e intentar reparar los daños de un pasado colonial que dividió al mundo en ricos y pobres. Pero el retroceso de la solidaridad global se ha intensificado con el ascenso al poder o el aumento de la popularidad de líderes populistas y nacionalistas en muchos países donantes.

Recientemente, los Países Bajos, donde un partido de extrema derecha forma parte del gobierno, anunció un recorte del 38% en su presupuesto para desarrollo para 2027. Esta decisión afectará su trabajo en áreas claves como la igualdad de género, la cultura, el medio ambiente, la sociedad civil y las Naciones Unidas. El gobierno neerlandés dijo que priorizará los intereses nacionales y utilizará los fondos para, entre otras cosas, limitar la inmigración y dar mayores oportunidades a las empresas nacionales para que consigan contratos en el área del desarrollo. El gobierno de centroderecha de Bélgica también anunció un recorte del 25% de la ayuda, y dio a entender que podría utilizar estos fondos para presionar a los países de origen de los inmigrantes irregulares. La Unión Europea, donde los gobiernos de derecha tienen cada vez más peso, anunció recientemente que recortará su gasto en desarrollo en 2.000 millones de euros (unos 2.160 millones de dólares) en los próximos tres años.

En respuesta a los estragos que las políticas prorrusas de Trump han causado en los acuerdos de seguridad de Europa, el gobierno del Reino Unido ha anunciado planes para recortar su presupuesto de ayuda y aumentar el gasto en defensa, reduciendo su compromiso de ayuda del 0,5% al 0,3% del producto interno bruto, el nivel más bajo en décadas. Este porcentaje está muy lejos del objetivo del 0,7% que alguna vez consagró legalmente el país y que convirtió al Reino Unido en el mayor proveedor de ayuda al desarrollo internacional per cápita del mundo. Alemania y Suecia han manifestado intenciones similares.

Sin embargo, hay algunas excepciones notables. Recientemente, Noruega prometió destinar 855 millones de dólares a fondos humanitarios con el fin de contrarrestar el impacto de los recortes de Trump. Australia también ha anunciado que va a priorizar la igualdad de género en su estrategia de ayuda, en lugar de centrarse en sus intereses nacionales. Aun así, la tendencia es clara: la sociedad civil no puede esperar regresar a la situación anterior. Incluso si se reanudara el flujo de ayuda, muchos gobiernos han introducido leyes hostiles que dificultan que las OSC reciban financiación internacional o las atacan por hacerlo. Se necesitan urgentemente enfoques alternativos.

El camino a seguir

Afortunadamente están surgiendo alternativas de apoyo desde diversas fuentes que incluyen a iniciativas multiactor, fundaciones comunitarias y filantropía privada.

El Fondo de Ayuda Comunitaria de GlobalGiving está recaudando dinero para apoyar a pequeñas organizaciones locales que brindan ayuda urgente a comunidades en riesgo, con el objetivo de alcanzar el millón de dólares en donaciones. El fondo Puente de Ayuda Externa (Foreign Aid Bridge Fund), coordinado por Unlock Aid y sus aliados, está creando un fondo de emergencia para apoyar a organizaciones de gran impacto que trabajan en salud, educación, adaptación al cambio climático y respuesta humanitaria.

La alianza Frenemos la Tuberculosis (Stop TB) ha lanzado la campaña “Mantengamos las luces encendidas” para apoyar a redes de supervivientes de esta enfermedad y a grupos comunitarios en 38 países donde se recortó la financiación, ayudándoles a continuar una labor que salva vidas. La Fundación MacArthur, por su parte, se ha comprometido a aumentar sus donaciones benéficas a por lo menos el 6% en 2025 y 2026. También ha prometido simplificar los requisitos administrativos para los beneficiarios de sus subvenciones.

Sin embargo, está cada vez más claro que la sociedad civil no puede permitirse competir en una lucha desesperada por unos recursos cada vez más escasos. Las OSC tendrán que mejorar la manera en la que colaboran y comparten recursos e infraestructuras. El desafío no es simplemente sobrevivir a los recortes de Trump, sino construir una sociedad civil global más resiliente, capaz de atravesar futuras crisis políticas sin dejar de defender los derechos humanos, la democracia y a los grupos más excluidos de la sociedad.

Será necesario explorar nuevas estrategias de financiación de base comunitaria, tales como modelos de membresía, crowdfunding y fundaciones comunitarias, desarrollar actividades empresariales y de inversión éticas y aprovechar mejor los recursos no financieros disponibles, tales como el trabajo voluntario calificado, los bancos de tiempo y las estrategias para compartir recursos. Por necesidad, muchos grupos de la sociedad civil, especialmente del sur global, están a la vanguardia de estas tendencias. Es hora de aprender de ellos.

El camino a seguir exige tanto una gestión inmediata de la crisis como un pensamiento estratégico a largo plazo. El futuro de mucha gente depende de este difícil ejercicio de imaginación política.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • Las instituciones internacionales y los gobiernos democráticos deben proporcionar mecanismos de financiación alternativos para la sociedad civil, al mismo tiempo que proteger y apoyar modelos de financiación sostenibles y liderados localmente.
  • Donantes y organizaciones filantrópicas deben establecer fondos de emergencia para apoyar programas críticos afectados por la suspensión de los fondos de USAID, dando prioridad a la salud, la seguridad alimentaria y la protección de grupos excluidos.
  • Las organizaciones de la sociedad civil deben desarrollar redes de colaboración para compartir recursos y priorizar estrategias de financiación de base comunitaria.

Para entrevistas o más información, póngase en contacto con research@civicus.org

Foto de portada de Kent Nishimura/Reuters vía Gallo Images