Sin refugio seguro: migrantes enfrentan restricciones en toda América
En septiembre de 2021, la imagen de una multitud de migrantes haitianos exhaustos agolpados en la frontera entre México y Estados Unidos puso de manifiesto una profunda crisis de derechos humanos en el continente americano. Durante generaciones, los haitianos han huido de un país que hace tiempo se ha vuelto inhabitable, formando una de las mayores diásporas de la región. En los últimos años, en su huida de una crisis multidimensional los venezolanos han protagonizado el mayor éxodo de la América Latina moderna. La situación es insostenible. Impulsadas por la desesperación, las personas migrantes y refugiadas no se dejarán disuadir por medidas restrictivas; éstas sólo harán que su viaje sea más peligroso. Toda solución deberá ser el resultado de un enfoque regional concertado que reconozca a la migración como un dato de la realidad y una cuestión de derechos humanos más que como un problema de seguridad.
Un día de septiembre de 2021, el mundo se despertó frente a la sorprendente imagen de miles de migrantes haitianos acampados en la frontera norte de México, intentando llegar a los Estados Unidos. Se encontraban muy lejos de su patria insular. ¿Cómo habían llegado hasta allí?
Por lo general, su viaje había comenzado varios años antes. No venían directamente de Haití, sino de mucho más lejos, sobre todo de Brasil y Chile. Habían enfilado hacia el sur, emprendiendo un peligroso viaje durante el cual muchos fueron atacados, robados y asesinados, y un sinnúmero de mujeres fueron violadas, antes de retomar viaje con rumbo norte unos años más tarde.
Muchos de los haitianos reunidos en la frontera entre México y Estados Unidos habían llegado a Brasil atraídos por empleos temporarios en ocasión del Mundial de Fútbol de 2014 o de los Juegos Olímpicos de 2016. Algunos habían ido hacia Estados Unidos y muchos más se habían dirigido a Chile, donde una economía en auge les ofrecía numerosos empleos en la construcción y no se les exigía visado.
Pero en 2018 los vientos políticos en Chile habían cambiado: la presidenta de centroizquierda, Michelle Bachelet, fue sucedida por un presidente de centroderecha, Sebastián Piñera, quien se propuso endurecer las políticas migratorias del país. Piñera promulgó dos decretos ejecutivos, supuestamente destinados a promover la inclusión a través de una migración “ordenada”, que establecían un proceso de regularización y complicados procedimientos de tramitación de visas dirigidos específicamente a migrantes de origen haitiano y venezolano. Ese mismo año, Chile se negó a firmar el Pacto Mundial de las Naciones Unidas para una Migración Segura, Ordenada y Regular.
Permanecer legalmente y conseguir empleo se hizo cada vez más difícil para los haitianos, que también enfrentaron un aumento del discurso de odio en internet y los ataques racistas. En 2021, al amparo de la pandemia, el número de visados concedidos a migrantes haitianos se redujo a unos 3.000 por año, frente a los casi 126.000 entregados en el pico de 2018.
Otro cambio político ocurrido entonces propulsó a los haitianos en la dirección opuesta, hacia Estados Unidos, con la llegada al poder del presidente Biden. Muchos emprendieron viaje hacia el norte suponiendo que allí serían más bienvenidos que en Chile. Pronto se demostró que estaban equivocados, ya que Biden reinstauró la política de Trump conocida como “Permanecer en México”, en función de la cual Estados Unidos devuelve a las personas solicitantes de asilo a México para que esperen allí mientras sus casos son procesados por el sistema judicial migratorio estadounidense. Esta política convierte a las personas migrantes en blanco fácil para las bandas del crimen organizado que operan en las ciudades fronterizas mexicanas.
Como resultado, los migrantes haitianos permanecieron en el limbo, en condiciones deplorables, acampando bajo un puente en la ciudad fronteriza tejana de Del Río. Quienes conseguían cruzar eran detenidos por las autoridades migratorias estadounidenses y devueltos a México, puestos bajo custodia o -en virtud de la normativa relativa a la COVID-19, que busca evitar el hacinamiento en los centros de detención- llevados directamente de vuelta a Haití, un país que muchos de ellos habían abandonado muchos años atrás.
Crisis humanitaria en la frontera de los Estados Unidos
El 17 de septiembre, el gobierno local de Del Río, una ciudad de 35.000 habitantes, declaró el estado de emergencia. Unos 14.000 migrantes, en su mayoría procedentes de Haití, estaban acampados bajo el puente de acceso a la ciudad.
El gobierno federal cerró el puesto fronterizo de Del Río y anunció el despliegue de centenares de agentes de protección fronteriza adicionales y la reanudación de los vuelos de deportación a Haití, que se habían sido suspendidos tras el terremoto que afectó al país en agosto.
Las deportaciones no tardaron en aumentar, aunque Haití seguía atravesando una gran crisis sanitaria, económica y política, especialmente aguda desde el asesinato de su presidente, ocurrido en julio. Muchos haitianos en Texas fueron, según denunciaron, “acorralados como ganado y encadenados como criminales”, y pronto se encontraron de vuelta en un país con el que apenas tenían relación, llevando consigo a niños que eran brasileños o chilenos y hablaban más portugués o español que creole haitiano. Fueron abandonados a su suerte en un país al que uno de los deportados describió como “una zona de guerra” donde el estado de derecho se había derrumbado.
El gobierno estadounidense anunció preparativos para reabrir un centro de detención para migrantes en Guantánamo, cerca del infame campo de prisioneros, un plan que un político demócrata calificó de “absolutamente vergonzoso”. Apenas dos meses después de asumir el cargo, el enviado de Estados Unidos para Haití dimitió en protesta ante el trato dispensado por el presidente Biden a los migrantes haitianos, que calificó de inhumano. Un alto funcionario del Departamento de Estado acusó al gobierno de deportar ilegalmente a los haitianos.
Muchas personas en Estados Unidos compartían estas opiniones y así lo expresaron en las calles. El 26 de septiembre tuvo lugar una protesta en Detroit. Reunidos frente a la estatua del Espíritu de Detroit, los oradores destacaron las contribuciones de los inmigrantes negros del Caribe, mientras los manifestantes ondeaban la bandera de Haití y coreaban en creole y en inglés. En otra protesta por la reforma migratoria celebrada en San Francisco cuatro días después, manifestantes en vehículos bloquearon el tráfico en el Golden Gate.
Mientras tanto, en Chile
Mientras los migrantes haitianos eran detenidos en la frontera entre Estados Unidos y México, otro drama migratorio se desarrollaba más silenciosamente en el extremo sur del continente, donde muchas personas procedentes de Haití, Venezuela y otros países seguían abriéndose paso hacia Chile, uno de los países más ricos de la región.
Algunos chilenos se movilizaron contra ellos. El 25 de septiembre, unas 3.000 personas protestaron contra los migrantes en la ciudad costera norteña de Iquique, principal punto de entrada de los migrantes que ingresan a Chile por vías no autorizadas desde el norte. Con pancartas que decían “no más inmigrantes” y “cierre de fronteras ahora”, exigieron medidas para detener la migración. Durante la protesta, un grupo violento quemó las pertenencias de migrantes venezolanos que habían sido expulsados de un campamento instalado en la plaza de la ciudad.
Unos días más tarde se llevaron a cabo más protestas en Iquique y en la capital, Santiago. Cientos de personas protestaron en Iquique, mientras que decenas se reunieron a pocas cuadras en rechazo de la xenofobia. Mientras que ambas protestas fueron pacíficas, se registraron enfrentamientos con manifestantes violentos y con la policía en Santiago, donde unas pocas personas convocadas por un grupo de extrema derecha protestaron contra la migración “irregular”.
Colchane: ¿una historia con moraleja?
El primer día de febrero de 2021, cientos de personas, en su mayoría venezolanas, llegaron a Colchane, una pequeña ciudad chilena cercana a la frontera con Bolivia. El número de migrantes pronto superó al de locales, llevando a la infraestructura al límite. La ciudad no podía proporcionar alojamiento decente ni suficiente electricidad o agua para mantener un nivel básico de condiciones de vida. Contaba con un único puesto de salud que en un día normal atendía a unas 30 personas, pero que ahora, de repente, debía atender a más de 250 cada día.
Aunque las dimensiones y la velocidad del flujo migratorio sin duda conllevaron dificultades, la narrativa del “choque cultural” que se difundió rápidamente no hizo más que empeorar las cosas, ya que habilitó actitudes xenófobas y racistas hacia los migrantes y una visión sexualizada de las mujeres migrantes. Al tiempo que culpaba al gobierno central de no reconocer la situación como una crisis humanitaria y de abordarla con un enfoque militar, el alcalde de Colchane destacó los problemas de la “pérdida de identidad” y la “falta de seguridad”.
Dada su gran altitud, el invierno puede ser frío en Colchane. El clima extremo provocó la muerte de dos inmigrantes y dio al gobierno de Piñera la excusa perfecta para endurecer aún más sus políticas migratorias. El gobierno autorizó al ejército a asumir tareas de control migratorio y duplicó el número de efectivos policiales y militares en la zona fronteriza de Colchane para impedir nuevas entradas no autorizadas.
Durante 2021, más de 300 migrantes, la mayoría de ellos venezolanos, fueron expulsados de Chile, en algunos casos sin siquiera tiempo suficiente para apelar la decisión. En abril, un caso de deportación de 55 venezolanos, 40 de ellos sin orden judicial, fue criticado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que denunció que había más migrantes detenidos a la espera de ser deportados sin acceso a asistencia legal, al debido proceso o a una evaluación de sus necesidades de protección.
El 28 de abril, la Coordinadora Nacional de Inmigrantes Chile organizó una protesta contra las deportaciones en Santiago, recordando a la población que “no somos delincuentes, somos trabajadores” y que “migrar es un derecho”.
En agosto, el gobierno chileno había despachado cinco vuelos de deportación con 547 migrantes de Venezuela, Colombia, Bolivia y Perú, en orden de magnitud. El objetivo para 2021, según un anuncio de la Subsecretaría del Interior, era de 1.500, repartidos en 15 vuelos. Las deportaciones eran justificadas en virtud de una nueva ley que otorgaba a las personas que entraron ilegalmente en Chile 180 días para salir sin enfrentar repercusiones legales. Aunque la ley daba a los migrantes la opción de presentarse ante las autoridades para poder iniciar los trámites para obtener la documentación legal, las organizaciones de derechos humanos denunciaron que esta cláusula era utilizada como cebo para identificar a los migrantes y entregarles órdenes de expulsión.
Nada de esto funcionó como disuasivo para personas desesperadas por obtener seguridad y ganarse la vida decentemente, por lo que las entradas irregulares no solamente continuaron, sino que incluso aumentaron a medida que se cerraban las vías legales. Hacia septiembre, casi 24.000 personas habían entrado en Chile a pie por rutas peligrosas, y una docena había muerto intentando llegar a Colchane.
Haitianos y venezolanos en las Américas
Los haitianos no son los únicos que están bajo presión. Lo mismo ocurre con los numerosos venezolanos repartidos por Sudamérica.
Las crisis migratorias reciben mayor atención y son vistas con mayor alarma cuando tienen lugar a las puertas de países del norte global, como es el caso de los haitianos en la frontera de Estados Unidos, a pesar de que estos países están mejor equipados que muchos de sus homólogos del sur para acoger a los migrantes. El discurso dominante sobre la migración -el discurso que da su tono al debate público y a las políticas públicas- se enfoca en la migración de sur a norte y tiende a considerarla como una enorme amenaza social, económica, cultural y de seguridad para los países receptores.
Sin embargo, según el Informe sobre las migraciones en el mundo 2020 de la Organización Internacional para las Migraciones, en las últimas cinco décadas la migración internacional ha aumentado de forma constante pero modesta: las personas migrantes representaban el 3,5% de la población mundial en 2019, frente al 2,3% en 1970. En 2021, a causa de la pandemia, el número de personas migrantes disminuyó. En todo el mundo, la mayoría de las personas vive en sus países de nacimiento.
Aunque los trabajadores migrantes siempre se desplazan hacia donde haya mayores oportunidades, el flujo no siempre sigue una dirección sur-norte, y a menudo los migrantes permanecen dentro de su región en el sur global. La gran mayoría de los refugiados también siguen siendo acogidos en países del sur global.
Esto contribuye a explicar la menor visibilidad global del éxodo venezolano, descripto por un experto de la Organización de Estados Americanos como “la crisis de desterrados más grande en la historia de la región”.
La migración venezolana es diferente de la haitiana. La migración desde Haití -un país con 11,4 millones de habitantes y patria lejana de 1,8 millones de migrantes y refugiados- ha sido impulsada por una combinación de factores estructurales de largo plazo: una economía subdesarrollada que lo convierte en el país más pobre de las Américas, con más de la mitad de su población en la pobreza extrema, una desigualdad extremadamente alta y niveles igualmente elevados de inseguridad y corrupción, desastres naturales y crisis sanitarias que preceden por mucho a la pandemia de COVID-19 pero que se han agravado con ella, rutinaria violencia estatal o sancionada por el Estado y violaciones sistemáticas de derechos humanos. Los haitianos han emigrado en gran número durante generaciones.
En cambio, gracias a su petróleo Venezuela solía ser un país muy rico. El hecho de estar encima de una de las mayores reservas de petróleo del mundo le incentivó a dedicar todos sus esfuerzos a la producción de petróleo, a través de la cual financió el crecimiento del Estado y el bienestar social desde mucho antes de la entrada en escena de Hugo Chávez. Hasta los años ‘70 era el país más rico de Sudamérica y uno de los más ricos del mundo. Pero en las décadas siguientes se vio profundamente afectado por la caída de los precios del petróleo. Impulsado inicialmente por la encomiable intención de distribuir más ampliamente los beneficios de los recursos de Venezuela, Chávez acabó engendrando un Estado autoritario, represivo, ineficiente, despilfarrador y profundamente corrupto.
Según la Encuesta Nacional sobre Condiciones de Vida de 2021, entre 2014 y 2020 el PIB de Venezuela se contrajo un 74%. Los ingresos petroleros se desplomaron debido a factores como la mala gestión de la empresa petrolera estatal y la falta de inversión, agravadas por las sanciones de Estados Unidos. En 2017, la inflación persistentemente alta se convirtió en hiperinflación. La tasa de pobreza se disparó hasta el 94%, mientras que la pobreza extrema alcanzó el 76%, y dos tercios de los venezolanos experimentaron dificultades para adquirir alimentos básicos. Como es lógico, la delincuencia se disparó, convirtiendo a Venezuela en uno de los países más inseguros del mundo. La COVID-19 golpeó sin piedad, ya que el país carecía de un sistema de salud que funcionara y la mayoría de la población tenía un acceso muy limitado a suministros médicos, equipos de protección, medicamentos y saneamiento.
En cuestión de años, la población de Venezuela -actualmente de 28,4 millones de habitantes- disminuyó considerablemente, ya que varios millones emigraron. Al menos 5,6 millones abandonaron el país desde 2014, un flujo que sitúa a los venezolanos en segundo lugar después de los sirios en la lista Agencia de la ONU para los Refugiados.
La mayoría de los venezolanos se han quedado en la región, fluyendo hacia la vecina Colombia y luego más al sur, hasta Argentina, Chile y Uruguay. En contraste con la hostilidad de los países más ricos, varios países de la región les concedieron rápidamente el estatus de residentes temporarios o permanentes.
VOCES DESDE LAS PRIMERAS LÍNEAS
Delio Cubides es asesor jurídico migratorio del Instituto Católico Chileno de Migración, una organización de la sociedad civil dedicada a apoyar a las personas migrantes en Chile.
Frente al aumento de las migraciones de países no fronterizos como Haití y Venezuela, la actual administración de Sebastián Piñera comenzó a tomar medidas restrictivas. La migración haitiana se vio especialmente restringida por la implementación de un visado consular de turismo simple para el ingreso a Chile y, al igual que el resto, por la eliminación del visado por contrato de trabajo.
Aunque no tenemos cifras exactas, sabemos que la tasa de rechazo de las visas consulares solicitadas por personas haitianas es alta; testimonios de migrantes haitianos que atendemos en nuestras oficinas dan cuenta de numerosos rechazos por motivos que les son ajenos o por requisitos que no está en sus manos cumplir.
A las personas migrantes procedentes de Venezuela se les impuso en 2019 la exigencia de una visa consular conocida como “visa de responsabilidad democrática”. Pero la situación desesperada de Venezuela siguió impulsando a las personas a migrar a pesar de los obstáculos, ya que las restricciones migratorias no atacan las causas de la migración.
Lo que no lograron estas medidas lo hicieron las restricciones impuestas por la pandemia de COVID-19: en noviembre de 2020 el gobierno suspendió alrededor de 90 mil trámites de visas a personas venezolanas, y muchas otras con sus visas ya otorgadas o próximas a la entrevista de otorgamiento no pudieron ingresar a Chile porque la suspensión de los vuelos internacionales les impidió hacerlo dentro del plazo de 90 días que les otorga la ley; en consecuencia, sus trámites fueron cerrados administrativamente sin ninguna consideración por la situación de pandemia.
Muchas personas han interpuesto recursos de amparo y han logrado reabrir sus casos, pero claramente Chile ha optado por una estrategia de restricción. Todas estas medidas se tomaron para regular y controlar un flujo migratorio que venía en crecimiento, pero muchos lo vemos como un reflejo de la falta de empatía a la realidad humanitaria que atraviesan estas personas en su país de origen. Muchas de ellas requerían protección o estaban en proceso de reunificarse con sus familias, proyectos que se vieron truncados ya sea por la pandemia, ya por las restricciones administrativas.
Las restricciones no detienen las migraciones, y en cambio profundizan las vulneraciones de derechos de las personas migrantes, pues las hace susceptibles a las inclemencias del mercado de trabajo o del mercado de alquiler de vivienda y les limita el acceso a derechos básicos como salud y educación.
Enfrentamos un desafío regional que requiere una respuesta regional. Los Estados deberían coordinar un abordaje internacional de la migración, como ya lo está haciendo la Plataforma Regional de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela, liderada por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados y la OIM. Se requiere seguir avanzando en este proceso, pues la situación que vive Venezuela está lejos de terminar.
Este es un extracto editado de nuestra conversación con Delio Cubides. Lea la entrevista completa aquí.
La migración llegó para quedarse
A lo sumo, las restricciones a la migración por parte de un país provocan el desvío del flujo hacia otro, pero normalmente consiguen incluso menos: cuando se cierran los canales legales, más personas utilizan rutas ilegales y más peligrosas. Los altibajos económicos son predictores mucho más fiables de los flujos migratorios que las medidas políticas destinadas a contenerlos.
Las múltiples crisis, que se refuerzan mutuamente, que han vivido Haití durante décadas y Venezuela durante años, no tienen un final a la vista. Aunque las políticas migratorias de los países de acogida sigan endureciéndose, haitianos y venezolanos continuarán huyendo de unas condiciones que no pueden imaginar que puedan ser peores, en ninguna parte.
Y hoy son los haitianos y los venezolanos, pero mañana pueden ser otros. La migración es un dato de la historia de la humanidad. Es de esperar que la migración aumente a medida que el cambio climático vuelva inhabitables más partes del mundo. Es irracional creer que un problema desaparecerá si los gobiernos simplemente miran para otro lado. En vez de reforzar las fronteras, lo que se necesita son respuestas coordinadas a nivel regional.
Tenemos que empezar a considerar la migración como un hecho con el que hay que convivir y hacer que funcione, más que un problema que hay que eliminar, y debemos empezar a mirar a los ojos a las personas migrantes, ver en ellos nuestra propia humanidad y tratarlas en consecuencia.
NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN
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Los Estados deben abordar la migración como una cuestión de derechos humanos y no de seguridad, y ajustar sus políticas migratorias a las normas globales de derechos humanos.
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Chile y Estados Unidos deben suscribir el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular.
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La sociedad civil debe desarrollar colectivamente nuevas campañas para movilizar solidaridad con las personas refugiadas en los pueblos, ciudades y países donde la migración es vista con preocupación.
Foto de portada por Joe Raedle/Getty Images