A principios de febrero, el dictador nicaragüense Daniel Ortega inesperadamente puso en libertad y envió al destierro a 222 personas presas políticas, al tiempo que las despojaba de su nacionalidad, junto a otras 94 que ya se encontraban en el exilio. La liberación de presos políticos no supuso una mejora en el respeto de las libertades, como quedó claro de inmediato ante la continuidad de las violaciones de derechos humanos tanto de quienes fueron liberados como de quienes se negaron a ser expulsados. Pero la decisión unilateral que Ortega intentó presentar como un gesto de fortaleza podría ser en realidad un signo de debilidad. Ofrece una nueva oportunidad para movilizar la solidaridad internacional y redoblar la incidencia en defensa de los derechos humanos y la democracia en Nicaragua.

El 9 de febrero, el presidente dictatorial de Nicaragua, Daniel Ortega, inesperadamente ordenó la liberación de 222 personas presas políticas. Entre los repentinamente liberados se contaron dos de los presos de más alto perfil: Dora María Téllez, dirigente de la Revolución Sandinista y cofundadora del Movimiento de Renovación Sandinista a principios de los años 90, y Cristiana Chamorro, aspirante a candidata presidencial en 2021, arrojada a la cárcel para evitar que pudiera competir.

Chamorro fue uno de los varios excandidatos presidenciales liberados, junto con líderes de partidos de la oposición, periodistas, sacerdotes, diplomáticos, empresarios e incluso antiguos partidarios del gobierno que habían sido tachados de enemigos incluso por expresar críticas públicas leves.

También quedaron en libertad varios miembros y dirigentes de organizaciones de la sociedad civil (OSC) y movimientos sociales, entre ellos activistas estudiantiles y personas defensoras de los derechos ambientales, campesinos e indígenas. Habían sido detenidos y condenados bajo acusaciones falsas por ejercer sus derechos básicos a las libertades de asociación, expresión y reunión pacífica. Algunos de ellos habían sido detenidos por participar en protestas masivas en 2018 y llevaban más de cuatro años presos.

Pero el régimen de Ortega no se limitó a dejarlos marchar, sino que los subió a un vuelo chárter con destino a los Estados Unidos y, antes de que el avión aterrizara en Washington DC, los despojó a perpetuidad de su nacionalidad nicaragüense y de sus derechos civiles y políticos. Lo hizo con acusaciones de presunto mercenarismo antinacional y traición a la patria, prácticamente los mismos “delitos” por los que habían sido procesados y encarcelados. El gobierno dejó en claro que no reconocía su inocencia, sino que apenas conmutaba sus penas.

La consolidación de un Estado policial

Desde que fue reelegido en unas elecciones manifiestamente fraudulentas en noviembre de 2021, Ortega ha intentado compensar su falta de legitimidad democrática mediante el establecimiento de un estado policial. El régimen ilegalizó a toda la sociedad civil y a los medios de comunicación independientes, cerrando más de 3.000 organizaciones y 55 medios de comunicación. Subvirtió el sistema judicial para poder acusar falsamente, condenar y encarcelar a cientos de personas críticas del régimen de las más diversas ocupaciones y procedencias y así intimidar al resto y reducirlo a la obediencia. Empujó al exilio a más de 150.000 nicaragüenses.

Junto con el declive económico, el endurecimiento de la represión erosionó aún más el apoyo al régimen entre quienes solían ser sus partidarios leales. Numerosos funcionarios que abandonaron recientemente sus cargos se sumaron al exilio, y varios antiguos miembros del sandinismo que criticaron la deriva autoritaria de Ortega se contaron entre los encarcelados.

La liberación de los presos políticos no ha supuesto ninguna mejora de las condiciones del espacio cívico ni ningún avance hacia la democracia, como quedó inmediatamente claro con el trato que recibió un preso político, el obispo católico Rolando Álvarez, que se negó a subirse al avión que se dirigía a Estados Unidos.

Álvarez había sido detenido en agosto de 2022 y se encontraba bajo arresto domiciliario. En represalia por su negativa a abandonar el país, se adelantó la fecha de su juicio, el cual fue celebrado de inmediato, sin ninguna garantía procesal. Como era de esperarse, fue condenado a 26 años de prisión por los delitos de “menoscabo de la integridad nacional” y “propagación de noticias falsas”. Fue inmediatamente enviado a prisión, donde permanece junto a decenas de personas más.

#SéMiTestigo: una campaña global

Entre los presos políticos nicaragüenses liberados se cuentan tres que fueron parte de la campaña #SéMiTestigo(#StandAsMyWitness), un llamamiento mundial a la liberación de las personas defensoras de derechos humanos encarceladas arbitrariamente: María Esperanza Sánchez, Medardo Mairena y Pedro Mena.

María Esperanza fue detenida bajo acusaciones fabricadas de tráfico de drogas tras hacer campaña por la liberación de personas encarceladas tras las protestas de 2018. En julio de 2020 fue condenada a 10 años de prisión.

Los líderes campesinos Medardo Mairena y Pedro Mena fueron detenidos por segunda vez en julio de 2021. Ya habían estado en prisión, acusados de terrorismo, por participar en protestas. Permanecieron detenidos desde antes de las elecciones de 2021 porque formaban parte de una coalición opositora que impugnaba la reelección de Ortega. Medardo fue condenado a 13 años de cárcel y Pedro a 10 por el presunto delito de conspiración para atentar contra la integridad nacional en perjuicio del Estado y la sociedad de Nicaragua.

Los presos políticos y sus familiares son tratados con crueldad deliberada, como si fueran enemigos tomados de rehén: a los presos se les mantiene aislados, en la oscuridad o bajo una luz intensa permanente, no se les da suficiente alimento y se les niega atención médica, se les somete a interrogatorios constantes, se les niega asistencia letrada y sólo se les permiten visitas irregulares de sus familiares, si es que se las permiten. La tortura psicológica es constante, y muchos son sometidos también a torturas físicas.

La privación de la nacionalidad

La enmienda que despojó de su nacionalidad a los 222 presos políticos liberados fue aprobada el 9 de febrero. Con 89 de 91 votos, la Asamblea Nacional, controlada por Ortega, aprobó una reforma constitucional exprés violatoria de las normas de procedimiento que exigen una doble aprobación en dos legislaturas sucesivas.

La enmienda consistió en la adición de un breve párrafo que afirma que “la adquisición, pérdida y recuperación de la nacionalidad serán reguladas por las leyes. Los traidores a la patria pierden la calidad de nacional nicaragüense”. La disposición contradice otro apartado de la Constitución, que establece que ningún nacional puede ser privado de su nacionalidad. Y fue aplicada retroactivamente a los presos liberados por supuesta violación de la Ley 1055 de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz, lo cual los habría convertido en “traidores a la patria”.

Se trató de un acto ilegal sobre otro acto ilegal. Nadie puede ser deportado de su propio país: lo que el régimen llamó deportación fue en realidad una medida de destierro, violatoria tanto del derecho interno nicaragüense como de las normas internacionales de derechos humanos: viola el artículo 15 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. La aberración jurídica fue enérgicamente condenada por la Organización de Estados Americanos, el principal organismo intergubernamental regional de las Américas.

Pero el 15 de febrero, el régimen de Ortega redobló la apuesta y despojó de su nacionalidad a otras 94 personas. Entre los nuevos apátridas figuraron destacados disidentes políticos, activistas de la sociedad civil, periodistas y los escritores Gioconda Belli y Sergio Ramírez. Ambos habían formado parte de la Revolución Sandinista y ocupado cargos en el primer gobierno de Ortega a principios de los años ‘80; Ramírez fue vicepresidente entre 1980 y 1985. Ambos, como la mayoría de los 94, ya vivían en el exilio. Fueron declarados “prófugos de la justicia” y les serán confiscados todos sus bienes. En total, la dictadura nicaragüense ha convertido en apátridas a 316 personas.

Una oportunidad para la solidaridad internacional

Cuando el gobierno estadounidense recibió a los 222 presos que acababan de ser liberados, quedó claro que había habido cierta coordinación entre los gobiernos nicaragüense y estadounidense, aunque ambos negaron que se hubiera producido negociación alguna o que alguien hubiera hecho concesiones. El gobierno español reaccionó inmediatamente a la noticia ofreciendo a los 222 la ciudadanía española, una oferta que muchos seguramente aceptarán.

Al convertir en apátridas a los presos liberados, el gobierno nicaragüense ha creado incentivos para la solidaridad internacional. El 17 de febrero, una expresión de solidaridad con los ahora 316 nicaragüenses apátridas provino de más de 500 escritores de todo el mundo reunidos en apoyo de Belli y Ramírez y enfáticos en su denuncia del cierre del espacio cívico en Nicaragua. Específicamente llamaron la atención sobre la represión que apuntó contra universidades e instituciones culturales desde las protestas de 2018.

En Argentina, la Mesa de discusión sobre derechos humanos, democracia y sociedad, una iniciativa que conecta al mundo académico con el de la sociedad civil, envió una carta abierta al presidente Alberto Fernández para solicitarle que ofrezca la nacionalidad argentina a todos los nicaragüenses despojados de la suya. En una entrevista concedida a un medio de comunicación, Sergio Ramírez afirmó que, en caso de que el gobierno argentino respondiera a esta petición, aceptaría de buen grado el ofrecimiento.

Pero Argentina, al igual que la mayoría de los estados de América Latina, ha optado por mirar para otro lado. Su silencio sugiere que el consenso democrático en la región es más frágil y superficial de lo que cabría esperar, y que la voluntad de condenar violaciones de derechos humanos suele depender de las inclinaciones ideológicas de quienes las cometen.

En la actualidad, todas las grandes democracias de la región -Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México- tienen gobiernos que se autodefinen como de izquierda. Pero solamente uno de sus presidentes, el chileno Gabriel Boric, ha criticado sistemáticamente el giro autoritario de Nicaragua y, en respuesta a los últimos acontecimientos, tuiteó un mensaje personal de solidaridad para con los afectados, calificando a Ortega de dictador. Es el único que hasta ahora ha rechazado claramente el doble rasero que habilita la crítica selectiva de las violaciones de derechos humanos. El resto o bien ha emitido livianas declaraciones oficiales de “preocupación”, o simplemente han guardado silencio.

¿Y ahora qué?

Recién llegados a Estados Unidos, los presos excarcelados expresaron alegría por su inesperada libertad, junto con preocupación por sus familias que permanecen en Nicaragua y que temen que podrían sufrir represalias e incertidumbre en relación con el tiempo que tardará Nicaragua en democratizarse y permitir su regreso.

Al convertir en apátridas a los presos liberados, el gobierno nicaragüense ha creado incentivos para la solidaridad internacional.

La decisión de liberarlos, tan arbitraria como había sido la de encarcelarlos, es difícil de interpretar. ¿Es acaso un signo de fortaleza o un reflejo de la debilidad del régimen?

El gobierno nicaragüense insistió en que la liberación de los presos políticos había sido su propia decisión. El hecho de que fuera acompañada de la decisión de continuar violando los derechos de los presos liberados pretendió ofrecer una demostración más de poder.

Aunque no hay pruebas de que haya habido más que una mínima coordinación, daría la impresión de que la movida fue motivada por la expectativa de recibir algo a cambio en el futuro. El gobierno nicaragüense lleva bastante tiempo exigiendo que se levanten las sanciones impuestas por Estados Unidos sobre Ortega, muchos de sus familiares y colaboradores cercanos y otras personas implicadas en la represión. En un momento en que uno de sus aliados ideológicos más cercanos, Rusia, está preocupado por la guerra en Ucrania y no puede proporcionarle ningún apoyo significativo, Nicaragua necesita de Estados Unidos más que nunca. Pero el gobierno estadounidense siempre ha insistido en que la liberación de los presos políticos debía ser el primer paso para una negociación.

Habida cuenta de ello, la entrega unilateral de personas a las que considera peligrosos conspiradores al Estado que proclama como su peor enemigo no se parece demasiado a una demostración de fuerza. Y si no lo es, se trata de una valiosa oportunidad de incidencia. Ahora, más que nunca, la comunidad internacional debe mantener el foco en Nicaragua y presionar para que se restablezca el espacio cívico y vuelvan a celebrarse elecciones libres, justas y competitivas. El primer paso para ello debería ser apoyar a los centenares de personas que han sido expulsadas de su propio país, en tanto que futuros constructores de la democracia en Nicaragua.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • El gobierno nicaragüense debe poner en libertad a todos los presos políticos que quedan, devolver la nacionalidad y los derechos civiles y políticos a todos los apátridas y respetar plenamente las libertades de asociación, reunión pacífica y expresión.
  • Los Estados donde residen exiliados nicaragüenses y otros Estados democráticos de la región deben proporcionarles apoyo y vías de acceso a la ciudadanía.
  • Las organizaciones regionales e internacionales de derechos humanos y la sociedad civil deben reclamar al gobierno nicaragüense que libere incondicionalmente a todos los presos políticos, restablezca el espacio cívico y celebre elecciones libres.

Foto de portada de Inti Ocon/AFP vía Getty Images