Las elecciones celebradas en Nicaragua en noviembre, en las que el presidente Daniel Ortega se proclamó vencedor con nada menos que 76% de los votos, fueron un burdo remedo de democracia. Fueron la culminación de un proceso de concentración del poder que transformó a la democracia nicaragüense en una dictadura personal. Mediante una dura represión del espacio cívico y una serie de prohibiciones y detenciones, Ortega eliminó toda competencia. Y cuando la gente no acudió a votar, simplemente inventó el resultado deseado. La maniobra fue tan burda que es cada vez más difícil simular que a Ortega le queda algo de legitimidad democrática. La sociedad civil progresista y orientada a los derechos debe seguir presionando a Nicaragua para que restaure el pluralismo y las instituciones democráticas.

El 7 de noviembre de 2021 la ciudadanía nicaragüense debía elegir presidente y vicepresidente, 91 legisladores y 20 diputados para el Parlamento Centroamericano. Pero los resultados ya eran conocidos por todos mucho antes de que la votación se iniciara esa mañana de domingo: el presidente Daniel Ortega ganaría con toda seguridad, y por un amplio margen.

Hace tiempo que Ortega no gana en elecciones limpias: eso ocurrió por última vez en 2006, cuando obtuvo el 38% de los votos. En cada elección producida desde entonces, Ortega se ha adjudicado cifras cada vez más grandes, logradas a través de un fraude masivo cada vez más evidente. En 2011 obtuvo el 62% y en 2016, el 72%. Su frágil ego de hombre fuerte exigía esta vez una cifra aún mayor.

El día de las elecciones, varias redes de la sociedad civil, como Urnas Abiertas, desplegaron voluntarios para monitorear la votación. Fueron la única fuente de información confiable, ya que estaba prohibida la presencia de observadores independientes. Recogieron miles de denuncias de intimidaciones y otras anomalías. Los empleados públicos fueron conducidos a las urnas y coaccionados para que votaran por Ortega, al igual que los beneficiarios de ayudas sociales. A menudo se observó la presencia intimidatoria de la policía, de fuerzas paramilitares y de partidarios del gobierno en las cercanías de los centros de votación.

Pero la constatación más notable de la observación fue la virtual ausencia de votantes: en ningún sitio había colas para votar. Los sitios de votación estaban desiertos. Se calcula que la tasa de abstención se ubicó entre el 75% y el 80%, aproximadamente el mismo porcentaje que, según Ortega, votó por él.

De héroe revolucionario a dictador

En 2021, Ortega cerró el círculo: se convirtió él mismo en el monstruo que había derrotado.

Ortega se unió a las fuerzas revolucionarias que luchaban contra la sangrienta dinastía de los Somoza cuando era un adolescente, en la década de 1960, y pasó varios años en prisión antes de que el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) finalmente derrocara a la dictadura que rigió en Nicaragua durante más de tres décadas.

En 1979 se convirtió en el líder del gobierno de coalición instalado por la revolución, tras lo cual ganó las elecciones presidenciales de 1984.

En 1990 fracasó inesperadamente en su intento de reelección, cuando fue derrotado por la líder de la oposición, la candidata de centroderecha Violeta Chamorro, que en ese acto se convirtió en la primera mujer de las Américas en ser elegida presidente. Se produjo entonces un traspaso de poder pacífico y democrático, un hito sin precedentes para Nicaragua.

Tras admitir la derrota y convertirse en el líder de la oposición, Ortega siguió empeñado en recuperar el poder y se volvió evidente que, de lograrlo, se aseguraría de no volver a perderlo. Se fue instalando en el FSLN el culto a la personalidad de Ortega. Antiguos dirigentes del partido acabaron marchándose en desacuerdo con este giro personalista. Vencido el disenso interno, solo quedó una estructura partidaria incondicionalmente leal a Ortega, un vehículo que éste utilizaría para amasar un enorme poder, tanto político como económico.

Cuando Ortega consiguió ser elegido de nuevo en 2006, las circunstancias habían cambiado drásticamente. Pronto debió enfrentar una crisis económica mundial y el país se volvió cada vez más dependiente de los petrodólares venezolanos. Aunque la economía creció de forma constante durante unos años, cuando la economía venezolana empezó a caer en picada también lo hizo la nicaragüense. El apoyo popular al gobierno disminuyó en consecuencia, y fue compensado con un aumento de la represión. Las denuncias de fraude opacaron la reelección de Ortega en 2011 y se dispararon en las elecciones de 2016.

Mucho antes de que la represión se adueñara de la escena nacional y acaparara los titulares internacionales, ya era omnipresente a nivel de base, sobre todo en respuesta a la movilización del movimiento campesino, que protestaba contra un grandioso proyecto de construcción de un Canal Interoceánico para conectar el Mar Caribe con el Océano Pacífico.

En el ámbito nacional, la represión se intensificó drásticamente en 2018. En abril de ese año, mientras el gobierno se quedaba sin petrodólares, el presidente anunció cambios en el sistema de seguridad social que aumentarían las contribuciones y reducirían las prestaciones. Esto desencadenó una ola de protestas.

Aunque la propuesta fue pronto retirada, ya era demasiado tarde: los múltiples descontentos que habían confluido en las calles no se vieron disuadidos por la habitual demostración de poder de las fuerzas del Estado y los grupos ciudadanos progubernamentales armados. La violencia estatal que otras veces había demostrado ser eficaz para disuadir las protestas esta vez no funcionó. Cuando las imágenes de la represión se difundieron en las redes sociales, cada vez más personas se unieron a las filas de los manifestantes.

En respuesta, el Estado redobló la represión, desatando una violencia excesiva, desproporcionada y sostenida contra los manifestantes. A fines de agosto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) había documentado más de 300 muertes, aunque fuentes de la sociedad civil estimaban cifras más cercanas a las 500. Los informes internacionales constataron que la represión seguía un patrón sistemático: la acción policial iba acompañada de intimidación y violencia por parte de grupos armados progubernamentales, la cual era a su vez alentada por una persistente propaganda que denigraba a los manifestantes.

En un intento de evitar una nueva ola de protestas, el gobierno intensificó la represión del disenso, criminalizando y cerrando organizaciones de la sociedad civil (OSC), encarcelando a personas defensoras de derechos humanos y censurando a periodistas y negándoles el acceso a la información. Decenas de miles de nicaragüenses huyeron al exilio, principalmente a la vecina Costa Rica.

Ortega había dejado de ser revolucionario muchos años atrás, y ahora dejaba de ser el presidente constitucional de Nicaragua: se había convertido en un dictador personal, y había convertido al Estado en su propiedad privada, y más precisamente en un asunto de familia, ya que su funcionaria más cercana, su portavoz, su confidente, su socia en sus empresas, su vicepresidenta y su probable sucesora no era otra que su esposa, Rosario Murillo.

Preparativos para unas elecciones con credibilidad cero

En las elecciones de 2016 Ortega todavía tenía algo de apoyo popular, además de algo de dinero para gastar, por lo que pudo ganar combinando la compra de votos con niveles moderados de fraude electoral: no necesitó sacar de la chistera porcentajes completamente imaginarios. Pero tras las protestas de 2018, el fraude descarado era lo único que le quedaba.

En un contexto de inexistente libertad de los medios de comunicación y flujos de información obstruidos, no hay forma de saber cuánto apoyo hubiera recibido Ortega en elecciones libres y competitivas; sin embargo, las encuestas confidenciales que tenía en sus manos debían darle cifras muy bajas, porque metió en la cárcel a por lo menos ocho potenciales candidatos presidenciales opositores para evitar que se convirtieran en una amenaza a su poder.

Como señaló el escritor Sergio Ramírez, un antiguo dirigente sandinista ahora perseguido por el régimen, Ortega desplegó toda la gama de tácticas de los Somoza, utilizando incluso exactamente los mismos trucos legales para deshacerse de los opositores.

En diciembre de 2020, la Asamblea Nacional, dominada por el FSLN, aprobó la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y la Autodeterminación para la Paz, que prohibía a los “traidores a la patria” -una expresión deliberadamente vaga- presentarse como candidatos.

En enero de 2021 se aprobó otra ley que permitía imponer penas de cadena perpetua por “delitos de odio” vagamente definidos. Se produjo una oleada de detenciones. También se criminalizó la solidaridad con los agredidos: en uno de muchos ejemplos, la abogada y activista Yonarqui Martínez fue detenida por llevar comida y medicinas a un preso político bajo arresto domiciliario.

En 2020, la Asamblea Nacional aprobó otras dos leyes restrictivas: la Ley Especial de Ciberdelitos, que castiga con hasta 10 años de cárcel la publicación en línea de contenidos considerados “falsos” por el gobierno, y la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, que bloquea el financiamiento internacional a grupos de sociedad civil, periodistas y opositores políticos. Muchas OSC que se negaron a registrarse como “agentes extranjeros” se vieron obligadas a cerrar.

Tras un aluvión de vilipendio contra las OSC, acusadas infundadamente por el presidente de graves delitos tales como lavado de dinero para la financiación del terrorismo, el gobierno expropió y dio nuevo uso a las oficinas de las OSC dadas de baja.

La primera medida destinada a excluir a competidores electorales se ejecutó mediante la aprobación de una serie de cambios en la ley electoral que dejaron fuera de carrera a partidos y candidatos que recibieran financiación extranjera, lo cual incluía los aportes de nicaragüenses en el exilio. La Asamblea Nacional nombró a cinco partidarios de Ortega en el Consejo Electoral, prohibió la presencia de observadores electorales independientes y dio a la policía poderes para clausurar reuniones de los partidos y actos de campaña.

Incluso antes de que se declarasen las candidaturas, se apuntó contra quienes eran considerados potenciales amenazas. El primer blanco fue Cristiana Chamorro, percibida ampliamente como la figura mejor situada para derrotar a Ortega. Hija de un expresidente y exdirectora de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro, fue puesta bajo investigación por supuestas “inconsistencias” en los informes financieros de la fundación; ésta había suspendido sus operaciones tras negarse a registrarse como “agente extranjero”. Dos antiguos empleados de la fundación fueron detenidos por la policía y por civiles armados y puestos en prisión preventiva durante 90 días. El domicilio de Chamorro fue allanado y ella quedó bajo arresto domiciliario. Varios periodistas fueron citados a declarar en la investigación contra ella y amenazados con ser investigados si se negaban a hacerlo.

Posteriormente se detuvo a otros posibles candidatos a la presidencia, así como a decenas de personalidades de la oposición, incluidos varios exguerrilleros sandinistas y exfuncionarios del gobierno. La redada de julio incluyó a dirigentes campesinos y a un antiguo líder estudiantil, es decir, a toda persona capaz de movilizar el disenso. Todos ellos fueron acusados de incitar la injerencia extranjera en los asuntos de Nicaragua, entre otros delitos.

En agosto, una vez que se habían creado las condiciones para una victoria indiscutible, Ortega procedió a confirmar su candidatura; ese mes, un número récord de nicaragüenses buscó refugio en Costa Rica.

En los meses que precedieron a las elecciones de noviembre, se multiplicaron las detenciones de periodistas y activistas, muchos de los cuales fueron procesados penalmente; uno de ellos sufrió un atentado contra su vida en la víspera de una protesta antigubernamental que estaba organizando. Irving Larios, miembro de la Articulación de Movimientos Sociales, fue detenido y acusado en virtud de la Ley de Soberanía, tras convocar una “huelga electoral” que instaba a la gente a no votar.

Tras constatar la desaparición de activistas bajo custodia, Amnistía Internacional denunció el recurso a la desaparición forzada como estrategia represiva. Las violaciones generalizadas de derechos humanos fueron criticadas por la Alto Comisionada de las Naciones Unidas (ONU) para los Derechos Humanos en la sesión de septiembre del Consejo de Derechos Humanos.

Nadie se sorprendió en lo más mínimo cuando el gobierno anunció que Ortega había sido reelecto con casi 76% de los votos, sobre una participación ficticia del 65%, con Murillo a su lado como vicepresidenta. En virtud de estas elecciones fraudulentas, el partido gobernante también obtuvo 75 de los 91 escaños de la Asamblea Nacional y 15 de los 20 representantes de Nicaragua en el Parlamento Centroamericano.

VOCES DESDE LAS PRIMERAS LÍNEAS

CIVICUS analizó las recientes elecciones en Nicaragua con una defensora de derechos humanos que integra una plataforma nacional de la sociedad civil nicaragüense, que por razones de seguridad pidió conservar el anonimato.

 

Claramente la abrumadora mayoría de la ciudadanía nicaragüense consideró que estas elecciones eran ilegítimas, puesto que solo aproximadamente el 10% de los votantes habilitados se presentaron a votar. Algunos de los que lo hicieron son partidarios del gobierno, mientras que otros, como los integrantes del ejército y la policía y los trabajadores del Estado, fueron obligados por el temor y por sus circunstancias laborales.

Estas afirmaciones son respaldadas por los datos de los sondeos de diversos grupos de la sociedad civil dentro y fuera del país, tales como Coordinadora Civil, Mujeres Organizadas y Urnas Abiertas. El día de las elecciones, algunas de estas organizaciones hicieron un sondeo rápido en el terreno, en dos tiempos – en una franja matutina y otra vespertina – y documentaron a través de fotos, videos y testimonios de algunos observadores electorales invitados por el gobierno que la mayoría de la población no salió a votar.

Desde el punto de vista de la sociedad civil, estas elecciones fueron para el gobierno un completo fracaso, ya que nos da todos los fundamentos para demostrar a nivel internacional que el presidente no cumple con las condiciones mínimas de legitimidad para permanecer en su puesto. No solamente el pueblo no reconoce los resultados de estas elecciones: hay más de 40 países que no los han reconocido. El gobierno llevó a cabo unas elecciones fraudulentas para ganar legitimidad, pero no lo consiguió porque nadie lo reconoce ni a nivel nacional ni a nivel internacional.

 

Este es un extracto editado de nuestra conversación. Lea la entrevista completa aquí.

La democracia, un recuerdo que se desvanece

En cuestión de décadas, Nicaragua pasó de la dictadura a la revolución y a la guerra civil, y en los años ‘90 había conseguido establecer una democracia electoral. Desde que Ortega volvió al poder con la intención de no soltarlo nunca más, la democracia empezó a decaer y, una década y media más tarde, Nicaragua ha regresado al primer casillero. En la edición 2021 del Índice de Democracia de V-Dem, Nicaragua es calificada como una autocracia electoral.

Con Ortega ya confirmado para un nuevo mandato de cinco años y la oposición aplastada – en la clandestinidad, en la cárcel o en el exilio – hay pocas razones para el optimismo. Nicaragua enfrenta un escenario de creciente penuria económica en medio de una profunda degradación del espacio cívico y de las instituciones democráticas, y es probable que el empeoramiento de la situación económica conduzca a una mayor represión del disenso.

Pero si algo bueno tuvo la farsa electoral del 7 de noviembre, fue el hecho de que gracias a la resistencia pasiva de cientos de miles de personas que se negaron a validar a Ortega en las urnas, el gobierno nicaragüense carece ahora del más mínimo barniz de respetabilidad internacional. Muchos gobiernos, incluidos varios de la región, han denunciado a estas elecciones como la farsa que efectivamente fueron.

Estas elecciones fueron para el gobierno un completo fracaso, ya que nos da todos los fundamentos para demostrar a nivel internacional que el presidente no cumple con las condiciones mínimas de legitimidad para permanecer en su puesto.

La presión internacional debe aumentar, y tendrá un impacto tanto mayor si procede de gobiernos y movimientos liderados por la izquierda. Los gobiernos deberían retirar públicamente su apoyo al régimen Ortega-Murillo. La izquierda, tanto de Europa como de América Latina, debe dejar de ver a Ortega como el romántico héroe revolucionario que no es desde mucho tiempo atrás, y debe empezar a verlo como el tirano que es ahora. Quienes valoran sus derechos y libertades deben apoyar los esfuerzos de los y las nicaragüenses por recuperar los suyos.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • El gobierno nicaragüense debe liberar inmediata e incondicionalmente a todas las personas injustamente detenidas.
  • El gobierno nicaragüense debe restablecer el pleno respeto a las libertades cívicas fundamentales de asociación, expresión y reunión pacífica.
  • Las instituciones regionales e internacionales de derechos humanos y las OSC, así como las organizaciones alineadas con la izquierda, deben presionar al régimen de Ortega para que respete los derechos humanos.

Foto de portada por Jorge Cabrera/Reuters