Bajo la mirada atenta del mundo, el gobierno de China espera que los Juegos Olímpicos de Invierno resulten impecables. Las estrictas normas impuestas para contener la pandemia limitan el número de asistentes, lo cual sin duda restará algún brillo al espectáculo. Pero China intentará que la atención mundial se fije en sus instalaciones deportivas de última generación y en su eficiencia sin parangón, y aspirará a tener una buena actuación que se traduzca en medallas. Hará todo lo posible para que ninguna otra cosa – y desde luego no sus violaciones generalizadas de los derechos humanos – acapare los titulares.

Olimpiadas con limitaciones

El Comité Olímpico Internacional (COI) lleva mucho tiempo tratando de impedir que los atletas se manifiesten desde el podio, insistiendo en que los juegos deben estar libres de política. Su controvertida Regla 50 impide toda forma de manifestación en las sedes olímpicas. Ha encontrado en China un aliado muy bien dispuesto.

Los Juegos Olímpicos de Invierno se desarrollarán en el contexto de un renovado ataque a las libertades, en un momento en que se aproxima la celebración del Congreso Nacional del Partido Comunista Chino (PCC). Esta reunión cumbre, que tiene lugar cada cinco años, determina la dirección de todos los órganos de gobierno. Su próxima edición tendrá lugar en octubre, y en ella se aprobará con toda seguridad un tercer mandato para el presidente Xi Jinping. Para evitar toda perturbación antes de la reunión, el Estado no solamente continúa reprimiendo fuertemente el disenso, sino que además trata de hacer imposible que la gente se identifique con otra cosa que no sean el PCC y el Estado chino.

Antes de los Juegos, un funcionario chino declaró que cualquiera que infrinja las leyes chinas o actúe “contra el espíritu olímpico” -así sea participando en alguna forma de protesta- enfrentará “un castigo seguro”. Human Rights Watch ha dado el infrecuente paso de advertir a los competidores que si hablan estarán en peligro, y que el COI no los protegerá. El presidente de la Comisión de Atletas de los Juegos ha dicho algo parecido.

El gobierno está utilizando la pandemia en su beneficio, ya que los juegos se celebrarán en una burbuja hermética que no permitirá contacto alguno con el público chino. Causa preocupación la imposición de la obligación de instalar una aplicación en los teléfonos celulares y su potencial para habilitar la vigilancia. Por esta razón, los periodistas deportivos que acudirán a los juegos afirman que utilizarán teléfonos y ordenadores portátiles nuevos y los descartarán antes de partir. Muchos directamente no asistirán.

Hay muchas cosas que el gobierno chino no quiere que competidores, periodistas y asistentes vean: su creciente agresión contra Taiwán, su despiadado aplastamiento del movimiento prodemocracia de Hong Kong y sus violaciones de los derechos de los uigures y otras minorías en Xinjiang, que constituyen crímenes contra la humanidad. China no quiere que el mundo hable de las innumerables personas detenidas y torturadas. Solo quiere que la gente disfrute del espectáculo deportivo y se lleve una imagen falsamente idílica de China.

Deporte y política: una relación de larga data

La esperanza de China de limpiar su reputación internacional a través del deporte es apenas uno de muchos ejemplos de esta práctica.

La instrumentalización de grandes eventos deportivos en aras del prestigio estatal no es ninguna novedad: los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 brindaron al gobierno nazi una excelente oportunidad para promover su vil ideología. La Junta Militar de Argentina utilizó la organización de la Copa del Mundo de 1978 para movilizar el sentimiento nacionalista a su favor, interviniendo hasta el punto de que la competencia se vio afectada por la manipulación de partidos para favorecer al equipo local.

Varios Estados también han invertido cuantiosas sumas en la formación de atletas, con el objetivo de posicionarse en la escena mundial. En ocasiones esto ha conllevado sistemáticas prácticas de dopaje, como ocurrió en Alemania Oriental en los años 70 y 80, y más recientemente en Rusia.

Pese a los esfuerzos de organismos como el COI, el deporte nunca ha sido una esfera apolítica. Durante la Guerra Fría, los boicots a los Juegos Olímpicos organizados en la Unión Soviética y en Estados Unidos fueron uno de los muchos medios a través de los cuales las superpotencias ejercitaron su musculatura.

Los eventos deportivos siempre han ofrecido oportunidades para la puesta en escena de poderosos momentos de protesta. El saludo del Poder Negro realizado por dos atletas estadounidenses desde el podio de los Juegos Olímpicos de México 1968 causó una impresión indeleble. Más recientemente, en 2016, el jugador de fútbol americano Colin Kaepernick comenzó a arrodillarse en protesta por el racismo y la brutalidad policial. El mismo gesto es actualmente realizado por los equipos antes del comienzo de cada partido de la Premier League inglesa (EPL).

En 2021 y 2022, competidores y espectadores han recurrido al poder del deporte para defender los derechos de uno de los suyos: la estrella del tenis chino Peng Shuai, cuyas apariciones públicas han sido estrictamente limitadas y controladas desde que denunció haber sufrido abusos sexuales por parte de un importante funcionario del PCC. Durante el Abierto de Australia del pasado mes de enero, en un principio hubo espectadores expulsados por llevar camisetas con el lema “¿Dónde está Peng Shuai?”, pero luego éstas fueron autorizadas cuando los tenistas condenaron la censura y expresaron apoyo a la campaña. En cambio, el COI no ha hecho nada para defender a Peng Shuai, en lo que claramente es una decisión política para no contrariar al gobierno chino.

Pero aunque la política siempre ha estado ahí, lo que ha cambiado en los últimos años es que un mayor número de regímenes está intentando limpiar su reputación con el deporte, y lo está haciendo de forma más descarada. No se trata solamente de China: hay una nueva oleada de Estados que reprimen fuertemente los derechos humanos e invierten su dinero en eventos deportivos para intentar salir bien parados.

Véase a modo de ejemplo el recorrido del Gran Premio de Fórmula 1 de 2022-2023, que comienza en Bahréin y Arabia Saudita antes de recalar en Azerbaiyán y culminar en los Emiratos Árabes Unidos (EAU): todos ellos son países con espacio cívico cerrado, y casi todos han sido incluidos bastante recientemente en el recorrido de las carreras.

Azerbaiyán, liderado por un presidente que heredó el poder de su padre y que nunca ha enfrentado una verdadera competencia electoral, también utilizó su dinero procedente de los combustibles fósiles para acoger los Juegos Europeos inaugurales; su segunda edición fue orgullosamente organizada por el autócrata presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, que ha invertido mucho en el desarrollo del deporte y se ha apresurado a castigar a los numerosos atletas que se oponen a su brutal dominio.

Paria internacional compra un club de fútbol

Arabia Saudita también utiliza su dinero del petróleo para mejorar su imagen. El reino y su líder de facto, el príncipe heredero Muhammad bin Salman, parecían destinados a convertirse en parias internacionales tras el notorio asesinato del periodista Jamal Khashoggi en su consulado de Estambul en 2018. Pero el dinero tiene una gran capacidad para comprar perdón.

El fondo soberano de Arabia Saudita, el Fondo de Inversión Pública (FIP), está siendo utilizado cada vez más por bin Salman para consolidar su dominio y comprar influencia. En 2015, el FIP pasó a ser gestionado por el Consejo de Asuntos Económicos y de Desarrollo, una institución controlada por Bin Salman. La junta directiva del FIP es elegida a dedo por el príncipe.

Aunque muchas de sus inversiones se vuelcan a sectores como la construcción, las finanzas y la tecnología, en 2021 el FIP hizo algo inusual: compró un club de fútbol. De la noche a la mañana, el Newcastle United, de la EPL, se convirtió en el más rico del mundo, adquirido por un consorcio donde, según se informó, el FIP tiene una participación del 80%. El jefe del FIP es ahora presidente del club.

La propiedad dudosa no es cosa nueva en la EPL. Solamente tres de sus 20 clubes siguen siendo de propiedad británica, y desde hace mucho tiempo la EPL es un lugar donde empresarios increíblemente ricos pueden hacer alarde de sus riquezas y comprar estatus, por muy turbias que sean las circunstancias en que adquirieron sus fortunas. Una liga donde el dinero lo es todo está hecha a la medida de Bin Salman.

Sin embargo, la adquisición saudita había quedado en suspenso desde 2020, ya que las autoridades de la EPL decían estar preocupadas por los vínculos sauditas con la piratería de los partidos televisados y tampoco estaban convencidas de que el club fuera a mantenerse independiente del Estado saudita. El gobierno cedió en lo primero, poniendo fin a su prohibición de las emisiones del titular de los derechos de televisión de Qatar, mientras que la emisora pirata de Arabia Saudita cerró. Pero en la segunda cuestión, la de quién controla el FIP y a quién responde el nuevo presidente del Newcastle, nada ha cambiado. Parece que de lo que se trataba el asunto al final de cuentas era de proteger los ingresos de la televisión.

Para el FIP, cuyos activos se estiman en unos 48.000 millones de dólares, los aproximadamente 400 millones de dólares que insumió la compra del club son cambio chico. Para los hinchas del Newcastle United, ha sido como ganar la lotería. Tras mucho tiempo de lidiar con un propietario parsimonioso e impopular, ahora pueden soñar con el éxito. Seguramente pronto llegarán los jugadores de primer nivel.

Y Bin Salman ya se está haciendo amigos. El carácter fuertemente tribal de la identificación de los hinchas de fútbol con sus clubes los convierte en vehículos perfectos para el lavado de imagen a través del deporte. La toma de posesión del club fue recibida con escenas de cantos y bailes en la ciudad. Lamentablemente, incluso el grupo de hinchas LGBTQI+ del club emitió un comunicado que celebraba la adquisición y manifestaba esperanzas de que el compromiso tuviera una influencia positiva, esperanzas sin duda exageradas tratándose de un país donde las relaciones entre personas del mismo sexo pueden acarrear la pena de muerte. Algunos hinchas añadieron la bandera saudita a sus perfiles en las redes sociales, compartieron fotos de Bin Salman -parecen tener claro quién es su verdadero benefactor- y defendieron al régimen de las críticas. Vergonzosamente, algunos incluso trolearon a la viuda de Khashoggi, Hatice Cengiz. Se convirtieron en peones de una guerra de imagen.

Cuando el Newcastle United empiece a ganar, muchos seguidores del fútbol ya no asociarán a Arabia Saudita con el asesinato de Khashoggi, ni con su sangrienta participación en Yemen, ni con la ejecución de disidentes, ni con el encierro de defensoras de los derechos de las mujeres: una pátina de éxito deportivo nublará la visión de las numerosas violaciones cometidas por la maquinaria represiva de bin Salman.

El Newcastle no es el primero ni será el último. El uso de una empresa tapadera para encubrir la inversión estatal en diplomacia deportiva tampoco es nuevo. En la EPL, el Manchester City, otrora en apuros, ha ganado una serie de títulos gracias al dinero de Abu Dhabi United Group, una empresa creada por quien resulta ser viceprimer ministro de los EAU y miembro de la familia real de Abu Dhabi.

El París Saint Germain domina la Ligue 1 francesa gracias a la generosidad de Qatar Sports Investments, una filial del fondo soberano de Qatar. Un club de fútbol de primera división es ahora un accesorio esencial para todo Estados rico con espacio cívico altamente restringido.

Una Copa del Mundo manchada de sangre

Este año deportivo que comienza con los Juegos Olímpicos de Invierno terminará con la Copa del Mundo, el evento cumbre del fútbol, que se celebra cada cuatro años. En una decisión sorprendente tomada en 2010, Qatar fue designado país anfitrión de este torneo.

Ha habido innumerables acusaciones creíbles de soborno en la decisión del organismo rector del deporte, la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA), de elegir a Qatar. Sorprendentemente, este no es ni mucho menos el mayor escándalo.

Las organizaciones mundiales del deporte no son neutrales, como les gusta afirmar, sino que, al no actuar, son cómplices de los abusos.

Cuando el evento tenga lugar en noviembre y diciembre, los comentaristas se desharán en elogios hacia los estadios de alta tecnología donde se disputarán los partidos. Pero el brillo de la ocasión no debe lavar la sangre que la empapa. El precio pagado es más alto que el de los sobornos supuestamente pagados por el gobierno: se mide en vidas de miles de trabajadores migrantes.

En un sistema donde se les niegan sistemáticamente sus derechos, son los trabajadores migrantes de países como Bangladesh, India, Kenia, Nepal, Filipinas y Sri Lanka quienes han construido los estadios, y quienes han muerto en el proceso. Es difícil establecer la cifra exacta de trabajadores de la construcción que han perdido la vida. En 2021 se informó que, en todos los sectores en conjunto, más de 6.500 trabajadores migrantes habían muerto desde que se concedió a Qatar la organización de la Copa del Mundo, y es probable que esta cifra sea una subestimación.

La economía de Qatar depende totalmente de los inmigrantes, que constituyen el 95% de la mano de obra. Pero el gobierno los trata como si fueran descartables. Realiza pocas autopsias. Aunque algunas muertes se deben a accidentes de la construcción, la mayoría son atribuidas a causas naturales y, por tanto, no se consideran relacionadas con el trabajo. Pero los hombres jóvenes y en buena forma rara vez mueren por causas naturales. Es probable que muchos murieran de agotamiento por calor, tras realizar labores físicas extenuantes a temperaturas imposiblemente altas. A la tragedia de tantas vidas perdidas se suman la persistente falta de justicia para sus familias y la consiguiente penuria que padecen quienes dependían de sus salarios.

Estas muertes han dejado una mancha que no se debe ignorar. Cuando comience el Mundial, cabe esperar que los grupos defensores de los derechos humanos aprovechen la oportunidad para poner de relieve estas muertes y otros abusos de derechos en Qatar.

El lavado de cara deportivo contra sí mismo

El lavado de cara mediante el deporte contiene una debilidad intrínseca: cuando los Estados represivos se colocan bajo los reflectores, también crean oportunidades para que la exposición de sus abusos de derechos. La presión internacional ya ha contribuido a obtener, con grandes dificultades, algunas concesiones de Qatar. El estricto sistema de kafala (patrocinio) que permitía el trabajo forzado ha sido reformado y se ha introducido un salario mínimo.

Pero a menudo estas campañas enfrentan grandes obstáculos. Al igual que el COI, la FIFA tiene normas estrictas que prohíben a competidores y espectadores utilizar los eventos para hacer propaganda política. Y los organismos deportivos mundiales tienen la costumbre de conceder torneos a países con espacio cívico restringido, donde la represión es el reflejo natural de las autoridades. El Mundial de Qatar fue precedido por uno en Rusia. Ahora China habrá sido sede de los Juegos Olímpicos de verano y de invierno.

Pero incluso cuando la sociedad civil es internamente reprimida, organizaciones globales de derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch y coaliciones como la Sports and Rights Alliance (Allianza de Deportes y Derechos) intentan cada vez más aprovechar estas oportunidades.

Aunque está claro que a las principales organizaciones deportivas no les importan los derechos humanos, algunos deportistas también aprovechan la plataforma que les ofrece su fama para tomar partido. La estrella del tenis Andy Murray reveló recientemente que había rechazado una suma de siete cifras para jugar partidos de exhibición en Arabia Saudita debido a su historial de derechos humanos. Algunos equipos nacionales de fútbol -como los de Dinamarca, Alemania y Noruega- se han negado a participar en actividades promocionales de Qatar o han salido al campo de juego con pancartas sobre derechos humanos. Durante varios años consecutivos, varias campeonas de ajedrez protestaron contra el trato que reciben las mujeres en Irán y Arabia Saudita negándose a defender sus títulos en torneos celebrados en esos países.

Hay que animar a los deportistas a que hablen y apoyarlos cuando lo hagan. Cada intento de lavado de cara mediante el deporte debe enfrentarse a una campaña de toda la sociedad civil, trabajando conjuntamente con ídolos deportivos preocupados por estos temas, para exponer los abusos de quienes proporcionan el dinero.

Es necesario presionar más a los organismos deportivos. Ahora está claro que la concesión de derechos de organización no es un aliciente para que los países abran el espacio cívico, sino que les agrega incentivos para restringir la expresión del desacuerdo. Hay que presionar las entidades del deporte para que desarrollen e implementen una evaluación obligatoria de derechos humanos como parte de todo proceso de decisión para conceder derechos de sede, y se nieguen a aceptar ofertas de Estados que no superen la prueba. Los derechos de sede deben ir acompañados de compromisos claros de mejorar la situación de derechos humanos en ámbitos específicos, y de supervisión y presentación de informes públicos sobre los progresos realizados en relación con esos compromisos.

Si no adoptan medidas positivas, las organizaciones mundiales del deporte no son neutrales, como les gusta afirmar, sino que, al no actuar, son cómplices de los abusos. Si siguen concediendo los principales eventos deportivos a países con espantosos historiales de derechos humanos y espacio cívico cerrado, deben saber que se convertirán en objetivo de estas campañas.

Los boicots deportivos pueden ser difíciles de sostener y pueden acabar penalizando no a los represivos países anfitriones, sino a los atletas que pasan años preparándose para los principales eventos. Los boicots diplomáticos tienen más sentido. Pueden privar a los autócratas de la oportunidad de obtener legitimidad codéandose con otros líderes mundiales. Pueden enviar la señal de que un determinado gobierno anfitrión no debe ser tratado como un miembro normal de la comunidad internacional.

Muchos Estados, como Australia, Canadá, Japón, el Reino Unido y Estados Unidos, ya han anunciado que no acudirán a Beijing. En cambio, el autócrata ruso Vladimir Putin fue el primero en confirmar su asistencia. Le acompañará una galería de líderes represivos, incluidos los de Qatar, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, junto con numerosos líderes de Estados de la región que pretenden aplacar al gigante que tienen a sus puertas. No son lo que se dice buena compañía, y convendría que otros se mantuvieran alejados.

La presión sobre los auspiciantes ofrece otra vía de acceso. Las grandes empresas pagan enormes cantidades de dinero para asociarse al glamour de los grandes eventos. Deberían enfrentar presión pública para realizar la debida diligencia en materia de derechos humanos antes de decidirse a patrocinar nada; si no lo hacen, pueden enfrentar campañas de boicot para alentarles a retirarse. Los principales auspiciantes -entre ellos Coca-Cola, Toyota y Visa- se han mantenido notablemente callados en vísperas de los Juegos Olímpicos de Invierno, presumiblemente por temor a este tipo de cuestionamiento. También deberían hacer frente a duras preguntas de sus accionistas e inversores sobre el propósito y el valor de su gasto como patrocinadores.

En relación con la propiedad de los clubes de fútbol y otras entidades similares, es importante señalar que se trata de entidades históricas, construidas durante décadas gracias al apoyo de las comunidades. Encarnan esperanzas y sueños; son el orgullo de pueblos y ciudades. Se merecen algo mejor que ser subastados al mejor postor y entregados a un Estado rico al que solo le preocupa su mala reputación.

En la EPL no fue la preocupación por la propiedad, sino la oferta de los clubes más ricos de unirse a una Superliga europea separada, lo que finalmente impulsó una demanda seria de constitución de un ente regulador independiente para el fútbol. Ha llegado el momento de concretar esta idea. Una de las funciones de este ente debería ser la de evitar más adquisiciones de clubes por parte de Estados represivos, por muy elaboradas que sean las estructuras con que intenten ocultar su control. Las actuales evaluaciones de propietarios y directores deberían reforzarse para incluir criterios sólidos de derechos humanos.

En última instancia, el deporte no debería estar controlado por regímenes como los de China, Qatar y Arabia Saudita. El deporte pertenece a todas las personas que toman parte en él, desde competidores de élite hasta aficionados locales. Debe poder ser disfrutado por todos los que lo ven, desde su casa o en el estadio, sin que ello los convierta en cómplices del lavado de la reputación de Estados brutales. Los eventos deportivos deben celebrar nuestra humanidad compartida y revelar lo que hay de bueno en todos nosotros. Es hora de arrancárselos de las manos a los dictadores.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • Más Estados y líderes deberían unirse públicamente al boicot diplomático a los Juegos Olímpicos de Invierno de Beijing.
  • Los anunciantes de los Juegos Olímpicos y de la Copa del Mundo deben rendir cuentas en relación con estándares de derechos humanos o enfrentar la posibilidad de un boicot si siguen patrocinando eventos en Estados represivos.
  • Las entidades rectoras del deporte deben desarrollar criterios sólidos en materia de derechos humanos, en consulta con la sociedad civil, para aplicarlos en sus decisiones sobre propiedad y derechos de sede.

Foto de portada de Justin Sullivan/Getty Images