El 27 de marzo, tras un pico de homicidios presuntamente cometidos por pandillas, el gobierno de El Salvador declaró el régimen de excepción, que luego prorrogó en dos ocasiones. Con las libertades básicas y las garantías del debido proceso suspendidas, las autoridades están cometiendo violaciones masivas de los derechos humanos. El presidente Nayib Bukele está aprovechando el amplio apoyo de que goza su política en una ciudadanía harta de la violencia y la inacción gubernamental para concentrar aún más su poder e intensificar los ataques contra la sociedad civil y los medios de comunicación independientes. La sociedad civil salvadoreña enfrenta el enorme desafío de frustrar los planes autoritarios de un aspirante a dictador que goza de gran popularidad.

Poco antes del mediodía de un sábado de marzo, el presidente salvadoreño Nayib Bukele ordenó a su partido presentarse al Congreso para declarar el estado de excepción. Dio la orden en la forma habitual: a través de Twitter. Cuatro minutos después, el creciente hilo de Twitter incluía la obsequiosa respuesta de un legislador de su partido: “Estoy con usted Señor Presidente listo para acompañar cualquier medida que considere oportuna”.

La medida que el presidente consideró oportuna en respuesta a la violencia de las pandillas fue aprobada con 67 de los 84 votos legislativos, en una sesión extraordinaria celebrada al día siguiente. Hasta ahora ha costado la libertad de hasta 38.000 personas. Estas decenas de miles de personas han sido detenidas, recluidas en condiciones muy duras, a menudo bajo débiles acusaciones de asociación con las maras.

El “régimen de excepción” fue declarado el 27 de marzo en un intento de frenar un “aumento desproporcionado” de los asesinatos, que alcanzaron un máximo de 62 el día en que Bukele dio su orden. Inicialmente establecido por 30 días, fue posteriormente prorrogado en dos oportunidades, cada vez por un mes más. Actualmente continúa en vigor.

El estado de excepción conlleva la suspensión de las libertades de asociación y reunión pacífica y de las garantías procesales, incluido el derecho a la defensa. Las personas pueden ser detenidas sin cargos hasta 15 días, frente al máximo anterior de tres días. La vigilancia puede llevarse a cabo sin autorización judicial.

Grupos de derechos humanos han rechazado la medida por considerarla “desproporcionada”, señalando que viola las normas internacionales de derechos humanos y socava el propósito mismo del estado de excepción, que es el de preservar y no el de socavar el orden constitucional. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha pedido a El Salvador que revoque toda medida que pueda poner en peligro la vida e integridad de las personas detenidas. Pero el presidente Bukele no ha dado marcha atrás, y una abrumadora mayoría de salvadoreños continúa dándole su apoyo.

Gobierno vía Twitter

Cuando Bukele fue elegido en 2019, a la edad de 37 años, se convirtió en uno de los presidentes más jóvenes de la región. Saltó a la fama como empresario y alcalde de la capital salvadoreña. Habiendo iniciado su carrera política en el izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, en 2018 se unió a la Gran Alianza por la Unidad Nacional, un partido de centroderecha, dando un salto ideológico que ya presagiaba su futuro oportunismo populista.

En su campaña, Bukele puso el foco en la corrupción y la desigualdad, y apeló a la enorme sed de cambio de la ciudadanía. Sus embestidas populistas contra una “clase política” alejada de la gente común le valieron apoyos tanto a la derecha como a la izquierda. Consiguió el 53% de los votos, poniendo fin a un largo período de predominio de los dos principales partidos.

Como buen nativo digital, Bukele nunca está sin su teléfono y comunica habitualmente sus decisiones a través de Twitter. Esto le permite reaccionar a los acontecimientos en tiempo real y marcar el tono de la conversación. Desprecia a los periodistas críticos y a los medios de comunicación independientes, y hace meses que no responde a preguntas de la prensa. Parece creer que toda la información que la gente necesita puede obtenerla de él.

Bukele no solamente gobierna a través de las redes sociales, sino que gobierna para las redes sociales. Invita habitualmente a la gente a seguirle y trata de crear contenidos interesantes y controvertidos para mantener su atención. Su estilo de gobierno explota e intensifica la tendencia propia de las redes sociales de alimentar el extremismo al alentar el intercambio de contenidos sensacionalistas.

Por la pendiente resbaladiza: declive del espacio cívico

Durante los dos primeros años de su mandato, Bukele no contó con mayoría legislativa. Esta limitación le irritó: cuando la Asamblea Legislativa se negó a aprobar un préstamo para financiar su política de seguridad, intimidó a los legisladores y protagonizó un intento de “autogolpe”, irrumpiendo en la Asamblea rodeado de policías y militares, y llamando a un levantamiento popular en su apoyo.

Cuando las elecciones legislativas de 2021 le dieron una supermayoría, no perdió un minuto: nada más jurar la nueva Asamblea, su partido destituyó y reemplazó a los cinco magistrados de la Sala Constitucional y al fiscal general. Poco menos de un mes más tarde la nueva Asamblea también aprobó el préstamo que su predecesora había rechazado.

El gobierno anunció que propondría una reforma constitucional para extender los mandatos presidenciales de cinco a seis años y permitir la reelección tras un periodo de espera. Los nuevos magistrados de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo fueron más allá y dictaminaron que los presidentes pueden ejercer dos mandatos consecutivos. La Corte Electoral se alineó con esta postura.

El presidente Bukele y sus aliados han intentado constantemente desacreditar a la sociedad civil y vilipendiar a los periodistas críticos, una tendencia que se intensificó tras las elecciones legislativas. El disenso ha sido sofocado mediante amenazas de represalias contra periodistas que se niegan a revelar fuentes anónimas, vigilancia de las oficinas de los medios de comunicación y los periodistas, obstrucción del trabajo periodístico y del acceso a información pública, estigmatización pública por parte de altos funcionarios, acoso digital, intimidación y criminalización.

En agosto de 2021, el secretario de prensa de la presidencia publicó un artículo de opinión en el que acusaba a las organizaciones de la sociedad civil (OSC) de corrupción y de actuar por interés propio. Seis OSC fueron nombradas como grupos que “no aportan al país”. En noviembre fueron registradas las oficinas de siete OSC por presuntas irregularidades en la asignación y gestión de fondos públicos.

En el marco de las protestas antigubernamentales de septiembre y octubre, los manifestantes fueron sistemáticamente vilipendiados como “vándalos” causantes de desórdenes públicos. El 20 de octubre, la Asamblea prohibió las concentraciones masivas durante 45 días, supuestamente para evitar la propagación del COVID-19, aunque los eventos deportivos y culturales quedaron exentos.

Las restricciones se levantaron el 17 de noviembre, pero para entonces las protestas estaban siendo invocadas como justificación de la presentación de un proyecto de ley de “agentes extranjeros” que limitaría las actividades de organizaciones y personas que recibieran apoyo del exterior; podría incluso conllevar penas de prisión para los “agentes extranjeros” responsables de “alterar el orden público”, expresión que suele utilizarse en referencia a la participación en u organización de protestas. El proyecto fue archivado en reacción a las protestas de OSC y personas expertas en derechos humanos, pero los portavoces del gobierno aseguraron que tarde o temprano se convertiría en ley.

Ese mismo mes, 23 periodistas informaron que habían recibido alertas sobre atacantes patrocinados por el Estado que intentaban acceder a sus teléfonos móviles. Alertas similares fueron recibidas por el director de la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES) y dos dirigentes de una OSC. En enero de 2022, investigaciones de la sociedad civil revelaron la presencia del programa espía Pegasus en dispositivos pertenecientes a 35 periodistas y activistas, una medida ilegal que fue legalizada retrospectivamente mediante un cambio en el Código Procesal Penal en febrero, con un lenguaje ambiguo destinado a permitir el uso de herramientas de vigilancia digital con escaso control o rendición de cuentas.

Muchos de los periodistas afectados por el programa espía colaboraban con un medio de comunicación muy crítico del gobierno, El Faro, que había informado sobre las supuestas negociaciones del gobierno con la Mara Salvatrucha. Al menos cuatro miembros de la sociedad civil también fueron atacados. Aunque los investigadores no pudieron relacionar de manera concluyente los hackeos con el gobierno salvadoreño, dijeron que el foco específico en el país sugería fuertemente dicho vínculo. El Grupo NSO, proveedor de Pegasus, sólo vende su tecnología a gobiernos.

También las cuentas de WhatsApp de la APES y de al menos ocho periodistas independientes fueron hackeadas. Entre las cuentas hackeadas se encontraba la que APES utilizaba para recibir denuncias de agresiones a periodistas.

No es de extrañar que, por segundo año consecutivo, El Salvador experimentara uno de los declives más pronunciados de América Latina en el Índice Mundial de Libertad de Prensa de Reporteros sin Fronteras.

La “guerra” de Bukele contra la violencia de las pandillas

Actores de la sociedad civil insistieron en que el estado de excepción carecía de base legal, ya que no estaba pensado para hacer frente a la delincuencia común. También cuestionaron la coherencia de la narrativa del gobierno, que primero se jactó del éxito de su política de seguridad y luego destacó los problemas de seguridad para justificar el estado de emergencia.

El gobierno se había jactado de que su “plan de control territorial” había puesto “de rodillas” a las pandillas, lo que se había traducido en una notable reducción de los homicidios, de 2.398 en 2019 a 1.147 en 2021. Pero si el plan había sido tan exitoso, ¿por qué la violencia homicida se disparó luego a niveles que justificaron la adopción del estado de excepción? La sospecha era que Bukele estaba tratando de parecer proactivo para encubrir sus propios tratos con las pandillas.

Unas grabaciones filtradas a la prensa sugirieron que la relativa paz que siguió a la toma de posesión de Bukele fue el resultado de una tregua secreta con las bandas transnacionales, y que el reciente aumento de la violencia homicida fue consecuencia del quiebre de ese acuerdo. En lugar de responder a estas acusaciones, el gobierno ha preferido desacreditar sistemáticamente al medio de comunicación que dio la noticia.

Cuando comenzó la represión, muchos miembros de las maras se escondieron. Bajo la presión de cumplir con sus cuotas de detenciones, la policía empezó a detener a cualquiera que pudiera parecerles “sospechoso”. En ocasiones, alcanzaba con tener tatuajes. La policía fue desplegada de forma desproporcionada en los barrios marginales, poniendo a las poblaciones más vulnerables en mayor riesgo de sufrir detenciones arbitrarias. Los detenidos son colocados “bajo investigación”, lo que significa que pueden pasar largo tiempo en cárceles superpobladas donde las condiciones empeoran día a día. Al menos 18 ya no volverán: han muerto bajo custodia del Estado.

Días después de declarar el estado de excepción, la Asamblea aprobó otras medidas a pedido de Bukele. Modificó la Ley de Proscripción de Maras para permitir a las autoridades acusar penalmente a quienes “reproduzcan y transmitan a la población en general mensajes o comunicados originados o presuntamente originados por grupos delincuenciales”, o que transmitan “explícita o implícitamente” mensajes relacionados con las bandas delictivas. La pena por ello es de hasta 15 años de cárcel. Los críticos advierten que la ley es tan vaga que podría utilizarse para acusar a prácticamente cualquier persona que hable sobre las bandas y la violencia perpetrada por ellas, y la describen como un intento de censurar a los medios de comunicación. Según la nueva ley, los jueces pueden encarcelar a niños a partir de los 12 años. También se amplía el uso de la prisión preventiva y la legislación antiterrorista.

Tras el primer mes de vigencia del régimen de excepción, grupos locales de la sociedad civil habían registrado al menos 338 denuncias de abusos de poder por parte de las fuerzas de seguridad, en su mayoría detenciones arbitrarias. También documentaron casos de muertes bajo custodia, tortura, malos tratos y otras violaciones de los derechos humanos.

La sociedad civil en la mira

Al igual que la “guerra contra las drogas” de Rodrigo Duterte en Filipinas, la “guerra” de Bukele contra la violencia de las maras está habilitando un sinfín de violaciones de derechos humanos y está siendo utilizada como arma contra la sociedad civil. A dos días de declarado el estado de excepción, la defensora de derechos humanos Roselia Elvira Rivas Alfaro fue golpeada y detenida en su domicilio, supuestamente por “resistencia” y “asociación ilícita”. También fueron detenidas arbitrariamente las líderes comunitarias Alicia Yamileth Pineda Chicas, bajo acusaciones de “asociación ilícita”, y Esmeralda Beatriz Domínguez de Peña, bajo cargos desconocidos.

Poco después, un activista de derechos humanos trans y miembro de la OSC Cultura Trans, conocido como Esteban M, fue detenido y sometido a tratos degradantes por su identidad de género. Sólo fue liberado debido a la indignación pública que generó su detención.

El presidente Bukele y otros altos funcionarios vilipendian cada vez más a la sociedad civil y a los medios de comunicación con acusaciones infundadas que buscan vincularlos con bandas criminales. Legisladores del partido en el poder afirmaron que una nueva legislación permitiría al gobierno clasificarlos como terroristas. El presidente de la Asamblea se burló de los reclamos de los periodistas intimidados por sus críticas al gobierno y dijo que deberían abandonar el país.

Los periodistas que informan sobre la violencia de las maras siguen siendo atacados y acusados de simpatizar con las bandas criminales o de “publicitar” sus acciones. Funcionarios públicos han tuiteado insinuaciones de que los medios de comunicación están patrocinados por potencias extranjeras y que, por lo tanto, deben ser prohibidos, y varios periodistas han sido insultados y amenazados por partidarios del gobierno envalentonados.

El régimen de excepción también fue esgrimido para tratar de impedir la manifestación del 1º de mayo, Día Internacional de los Trabajadores: el ministro de Trabajo advirtió que las manifestaciones serían vistas como eventos de apoyo a las pandillas. La marcha siguió adelante y cientos de personas reclamaron por sus derechos laborales y contra las violaciones de derechos humanos perpetradas por el gobierno. Dos semanas más tarde, en el Día Internacional contra la Homofobia, la Bifobia y la Transfobia, la comunidad LGBTQI+ se manifestó tanto para reclamar la aprobación de la ley de identidad de género archivada por el gobierno como para desafiar el estado de excepción.

¿Autoritarismo popular?

El presidente Bukele conserva índices de aprobación muy elevados. Según las encuestadoras, sus altos niveles de apoyo público podrían estar relacionados, al menos en parte, con los subsidios entregados durante el confinamiento por la pandemia de COVID-19 y como parte de los esfuerzos del gobierno para promover el uso del bitcoin como moneda de curso legal.

Los sondeos de opinión también muestran altos índices de aprobación de las medidas de Bukele contra la violencia de las pandillas, incluido el estado de emergencia. Una abrumadora mayoría considera que el gobierno está enfrentando enérgicamente los desafíos que administraciones anteriores no habían podido o no habían querido afrontar, y ve al estado de emergencia como una medida dura pero necesaria. Incluso las familias de algunas personas encarceladas injustamente bajo acusaciones de pertenecer a una pandilla ven su caso individual como un error, pero por lo demás apoyan las políticas de Bukele.

Según todas las mediciones, la calidad de la democracia salvadoreña está en declive. Pero la satisfacción de la gente con la democracia está en su punto más alto, posiblemente porque consideran que las autoridades responden a sus preocupaciones relativas a la seguridad. Cuando teme la inseguridad y experimenta violencia arbitraria a manos de las pandillas, es posible que la gente dé menos importancia a la posibilidad de experimentar una detención arbitraria.

Bukele sigue ocupando el centro de la escena, presumiendo de su campaña represiva y compartiendo videos que muestran a presuntos miembros de pandillas siendo maltratados por la policía. Lejos de suscitar una indignación generalizada, estos videos parecen tener un efecto catártico entre muchas personas que han padecido la violencia de las maras.

Bukele no solamente gobierna a través de las redes sociales, sino que gobierna para las redes sociales. Invita habitualmente a la gente a seguirle y trata de crear contenidos interesantes y controvertidos para mantener su atención.

En un tuit reciente, Bukele reconoció que había personas detenidas que eran inocentes: dijo que “alrededor del 1%” de los detenidos eran probablemente inocentes, pero que este era un precio razonable para mantener al otro 99% tras las rejas. Muchos parecen compartir este razonamiento, aunque los grupos de derechos humanos insisten en que nunca es aceptable mantener a un inocente en la cárcel, y también en que la proporción de detenidos sin vínculos con las bandas es mucho más alta. Pero Bukele ha seguido hablándole a la platea, afirmando repetidamente que la sociedad civil y los medios de comunicación sólo defienden a los asesinos y no se preocupan por las víctimas.

Aunque Bukele sigue enfrentando límites constitucionales, cerca del 70% de los salvadoreños actualmente apoyan su reelección. El país parece encaminado hacia el autoritarismo por aclamación pública. He aquí el mayor desafío para la sociedad civil: cómo detener a un aspirante a dictador que cuenta con una abrumadora mayoría popular.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • El gobierno de El Salvador debe revertir inmediatamente todas las medidas que violan los derechos humanos, liberar a las personas detenidas arbitrariamente y restablecer las garantías del debido proceso.
  • El gobierno debe colaborar con la sociedad civil y con los mecanismos regionales e internacionales de derechos humanos para implementar políticas de seguridad eficaces y respetuosas de los derechos humanos.
  • La sociedad civil debe unirse en torno a una estrategia para proteger las instituciones democráticas de los ataques de un gobierno envalentonado por su apoyo popular mayoritario.
El Salvador se encuentra actualmente en la Lista de Vigilancia del CIVICUS Monitor, que identifica a los países que están padeciendo un deterioro severo y abrupto de la calidad del espacio cívico.

Foto de portada de REUTERS/José Cabezas vía Gallo Images