Las elecciones presidenciales costarricenses, de las que emergió victorioso el outsider Rodrigo Chaves, se caracterizaron por una apatía que ni siquiera la perspectiva de una reñida segunda vuelta logró sacudir. Profundamente desencantados con el desempeño de sucesivos gobiernos, los votantes se han ido alejando de sus identidades políticas tradicionales. Sus preferencias son cada vez más volátiles, lo cual vuelve impredecibles a los resultados electorales. En un contexto en que las elecciones se parecen cada vez más a un juego de azar, la victoria de Chaves está lejos de ser el peor resultado posible para la democracia costarricense. Las fuerzas antiderechos siguen acechando, y ulteriores decepciones con el desempeño de los ganadores de las elecciones podrían contribuir a catapultarlas al poder.

El 3 de abril, la segunda vuelta de las elecciones presidenciales enfrentó a los dos candidatos que habían obtenido los primeros lugares en la primera ronda celebrada en febrero. Sin embargo, los contendientes – José María Figueres Olsen, del tradicional Partido de Liberación Nacional (PLN), y el candidato sorpresa Rodrigo Chaves Robles, del recientemente creado Partido del Progreso Social Democrático – no acudieron a la segunda vuelta rodeados del entusiasta apoyo de la ciudadanía. En febrero, algo más del 40% de los votantes habilitados -coincidentemente, el umbral que se debe superar para ser elegido en primera vuelta- no se tomó la molestia de votar. De haber dependido de ellos, el más alto cargo político de Costa Rica habría quedado vacante.

La abstención y la fragmentación política alcanzaron niveles récord en 2022. Los votos emitidos en la carrera presidencial se distribuyeron entre numerosos candidatos, incluyendo la friolera de 19 contendientes que obtuvieron menos de un punto porcentual por cabeza. Entre ellos se contó el candidato del gobernante Partido de Acción Ciudadana, que quedó en un lejano décimo lugar, con el 0,7% de los votos; su lista de legisladores recibió el 2,2% y no se adjudicó ningún escaño en la Asamblea Legislativa.

Con apenas el 16,8% en la primera vuelta, el futuro presidente -un economista advenedizo con un historial no precisamente inmaculado, que había hecho campaña por la renovación de la política y prometido “poner la casa en orden”- pasó raspando a la segunda vuelta.

¿El ocaso de una “democracia modelo”?

A diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, Costa Rica no experimentó dictaduras, golpes militares o guerras civiles entre los años 60 y 80; a diferencia de otros pocos con una historia similar, entre ellos Venezuela, tampoco experimentó ulteriores procesos de erosión democrática y autocratización. El Índice de Democracia de The Economist Intelligence Unit clasifica consistentemente a Costa Rica como una democracia plena, aunque la coloca en el extremo inferior de la escala.

En diciembre de 2020, el CIVICUS Monitor rebajó la calificación del espacio cívico en Costa Rica de abierto a reducido, en gran medida como consecuencia del empeoramiento de las condiciones en que se desenvuelven las personas defensoras de derechos humanos indígenas y de los esfuerzos del gobierno por limitar el derecho de huelga y criminalizar la protesta. Sin embargo, Costa Rica sigue teniendo un espacio cívico más saludable que la mayoría de los países latinoamericanos.

Junto con Uruguay, Costa Rica sigue siendo considerada una “excepción democrática” en la región. Pero muchos advierten que la imagen idílica de una Costa Rica democrática, próspera e igualitaria es ya en gran medida un mito, y que puede ser incluso una maldición en la medida en que contribuye a que se reste importancia a problemas que son muy reales.

Aunque a menudo se les clasifica como dos países pequeños y en varios sentidos excepcionales para el contexto regional, las similitudes entre Costa Rica y Uruguay se terminan allí. Según el último informe del Latinobarómetro, una proporción mucho menor de costarricenses que de uruguayos está satisfecha con el funcionamiento de su democracia: 24 frente a 68 %. A diferencia de Uruguay, la confianza en el gobierno, el congreso y los partidos políticos es muy baja en Costa Rica.

Costa Rica destaca como uno de los países de la región donde muy poca gente considera que el gobierno gobierna en beneficio de la mayoría: un escaso 9% así lo cree, frente a una media regional de 22%. Es el segundo país, después de Paraguay, donde más gente, el 89%, piensa que los poderosos gobiernan en su propio beneficio. Y es uno de los países donde la mayor proporción de encuestados considera que la corrupción ha aumentado mucho.

Durante varias décadas, Costa Rica fue considerada una “democracia modelo” con partidos políticos consolidados e identidades políticas estables, caracterizada por una previsible competencia bipartidista en virtud de la cual partidos de centroizquierda y de centroderecha se alternaban en el poder. Pero esto ya no es así.

En la última década, el descontento ha aumentado. Para un segmento creciente de la ciudadanía, la política ha perdido su antiguo significado: lo que está en juego ya no es la opción por un proyecto ideológico o un modelo de sociedad, sino las ambiciones personales de los candidatos. Han pasado gobiernos de diversos colores, pero los problemas han permanecido. Cada vez menos gente recurre a la política en busca de una solución para sus problemas. Muchos no creen que los políticos -a los que consideran “todos iguales”, es decir, igualmente malos- puedan resolverlos. La mayoría de la gente no conoce y probablemente no tenga interés en las plataformas políticas de los partidos, ya que ha perdido la confianza en que, una vez en el poder, los titulares de los cargos se apeguen a ellas.

La consecuencia de ello es la volatilidad electoral y la fragmentación política. Cada vez más, las identidades políticas y lealtades partidarias sólidas son sustituidas por identificaciones fugaces, lo cual resulta en pronunciados cambios políticos, ya que los votantes retiran su apoyo con la misma rapidez con que lo entregan.

En 2022 la fragmentación alcanzó un nivel récord. Tanto en las elecciones presidenciales como en las legislativas se registró el mayor número de partidos en liza de la historia, lo que dio lugar a la Asamblea Legislativa más fragmentada desde que se tenga memoria. El partido del nuevo presidente tendrá apenas 10 representantes en el cuerpo de 57 miembros.

Fragmentación apática

Dos meses antes de la primera vuelta, las encuestas daban ventaja a Figueres, con 17% de la intención de voto, seguido de la exvicepresidenta Lineth Saborío, del Partido Unidad Social Cristiana, con 15%. Los suyos eran los partidos más antiguos de Costa Rica, los pilares del bipartidismo que dominó hasta 2014. Ahora ni siquiera estaban seguros de llegar a la segunda vuelta.

Dos semanas antes de la primera vuelta, otra encuesta mostraba que más del 40% de los votantes aún no sabía a quién votar. Los candidatos se abocaron a atraer a los votantes indecisos, y en particular a los más jóvenes, a los que suponían más volátiles, recurriendo a las redes sociales. Candidatos veteranos que nunca habían utilizado las redes sociales se pusieron a compartir en TikTok en los que bailaban, jugaban al fútbol o andaban en moto. Compartieron contenidos no políticos para atraer a personas poco interesadas en política e intentaron mostrarse hablando su mismo idioma.

Una improbable combinación de aspirantes superó el primer obstáculo. El primero, con 27,3% de los votos, fue Figueres, un político de larga trayectoria, expresidente -entre 1994 y 1998- e hijo del fundador de la Segunda República de Costa Rica y del PLN, el tres veces presidente José María Figueres Ferrer. Originalmente un partido socialdemócrata, el PLN ha quedado más recientemente asociado al neoliberalismo y las políticas de ajuste estructural, lo cual ha mermado sus apoyos.

El contrincante de Figueres, Rodrigo Chaves, tiene una historia muy diferente. Es un economista con una larga carrera internacional, pero poco conocido en Costa Rica, y un outsider político cuyo único contacto con la función pública había sido un breve paso por el cargo de ministro de Economía del presidente saliente, Carlos Alvarado. Las encuestas ni siquiera lo incluían entre los candidatos con posibilidades de llegar a la segunda vuelta. Se esperaba que obtuviera alrededor del 5% de los votos, pero Chaves se alzó con el 16,8%. Quedó en segundo lugar entre los 25 aspirantes, y pasó a competir por (y a ganar) la presidencia.

Justo detrás, con 14,9%, quedó Fabricio Alvarado, el político antiderechos que en 2018 había dado un buen susto a la democracia costarricense al movilizar la agenda antigénero, contraria a los derechos de las mujeres y las personas LGBTQI+, y quedar en primer lugar en la primera ronda electoral, antes de ser derrotado contundentemente en la segunda vuelta. Su desempeño en las recientes elecciones evidenció que aún existe en Costa Rica una importante corriente antiderechos.

Cambio sin sustancia

En el período previo a la segunda vuelta, los sondeos iniciales daban una clara ventaja a Chaves, pero posteriormente su ventaja se redujo a un escaso 3%, quedando dentro de los márgenes de un empate técnico a medida que las elecciones se aproximaban.

En contra de lo que cabría esperar en una competencia entre dos opciones, la apatía no disminuyó. De hecho, la abstención aumentó, superando ahora el 43%. Pero entre quienes votaron, la mayoría apoyó a Chaves. El candidato menos previsto había triunfado.

Dado que su adversario representaba a la clase política por excelencia, Chaves hizo valer su condición de recién llegado y lo vinculó a una promesa de cambio radical. Denunció el exceso de burocracia y el despilfarro, insistiendo en que Costa Rica es un país rico, pero mal administrado, frenado por la corrupción, un problema que prometió que abordaría urgentemente. Denunció que la ciudadanía era explotada por quienes deben servirle, e instó a sus conciudadanos a no volver a votar por quienes ya les han fallado repetidamente. Insistió en que “se acabó la fiesta” para quienes se aprovechan del pueblo y viven a costa del Estado.

Sin embargo, no quedaba claro qué tipo de cambio estaba ofreciendo. Chaves echó mano de un discurso populista, colocándose del lado del “pueblo” y en oposición a una clase política corrupta. Pero a la hora de hablar de políticas públicas, más que de rencillas políticas, mucha gente tuvo dificultades para identificar alguna diferencia significativa entre los dos candidatos. Siempre que quedó puesto sobre la mesa algún tema remotamente relacionado con aspectos programáticos, los candidatos adoptaron posiciones similares: económicamente liberales y socialmente conservadoras. Ambos prometieron hacer frente al desempleo y al aumento de la pobreza, pero ninguno de los dos dejó claro cómo lo haría. Incapaces de ofrecer una alternativa ideológica, los candidatos se concentraron en los ataques personales.

Es posible que el mensaje de Chaves sobre la corrupción influyera sobre su victoria. Aunque Costa Rica carece de las grandes tramas de corrupción que han asolado a varios de sus vecinos centroamericanos, Figueres se ha visto envuelto en investigaciones por corrupción, en particular por la acusación de haber cobrado cerca de un millón de dólares por un trabajo de consultoría con una compañía telefónica cuando era director ejecutivo del Foro Económico Mundial. Tras ese escándalo, no había regresado a Costa Rica durante una década. Sus adversarios le acusaron de permanecer fuera del país para eludir el procesamiento penal hasta que los delitos de que se le acusaba prescribieran.

El historial de Chaves tampoco estuvo exento de acusaciones, aunque éstas eran de distinta naturaleza. Antes de dimitir, su trabajo en el Banco Mundial se vio ensombrecido por acusaciones de insinuaciones sexuales y comportamiento inapropiado procedentes de dos empleadas. Al día de hoy sigue minimizando o negando las acusaciones y las califica de chismes, malentendidos y mentiras, un comportamiento característico de hombre poderoso acusados por mujeres. El candidato además redobló la apuesta haciendo comentarios sexistas durante la campaña electoral. Se convirtió en el blanco de grupos feministas que protestaron contra su candidatura el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Una vez que asuma el cargo, Chaves debería dar por descontada la presión del movimiento feminista.

En definitiva, las elecciones costarricenses parecen coincidir con una tendencia bastante pronunciada en América Latina: más que de un giro ideoógico en una u otra dirección, se trató de una reacción contra el gobierno de turno por parte de votantes repetidamente decepcionados ante el mal desempeño de sus gobiernos.

En un contexto en que las elecciones se parecen cada vez más a un juego de azar, la victoria de Chaves no es lo peor que le podría haber pasado a la democracia costarricense. Las fuerzas fundamentalistas y antiderechos siguen esperando agazapadas; si los votantes vuelven a decepcionarse y Chaves pasa a ser uno más de una larga lista de gobernantes electos que no han cumplido sus promesas de cambio, podrían convertirse fácilmente en la siguiente alternativa que la gente decida probar.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • El nuevo presidente debe respetar el espacio cívico, incluido el derecho de protesta, y permitir que la sociedad civil ayude a canalizar las demandas ciudadanas hacia las políticas públicas.
  • La sociedad civil costarricense debe desempeñar su papel de contralor, llamando al nuevo presidente a rendir cuentas de sus promesas anticorrupción, así como de sus obligaciones en materia de derechos humanos.
  • La sociedad civil costarricense debe trabajar mancomunadamente para resistir frente a la reacción antiderechos y movilizar apoyo público a los derechos humanos, incluidos los derechos de las mujeres y de las personas LGBTQI+.

Foto de portada de Arnoldo Robert/Getty Images