Una semana después de su toma de posesión, el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, enfrentó una insurrección de extrema derecha protagonizada por exaltados partidarios de su predecesor, Jair Bolsonaro. Aunque Bolsonaro no dirigió personalmente la invasión de las sedes de las principales instituciones federales de Brasil, preparó el terreno para ello diseminando desinformación, creando dudas sobre la integridad del proceso electoral y demonizando a sus oponentes, de modo de convertir al gobierno liderado por ellos en ilegítimo a los ojos de sus partidarios. Los ataques pusieron de manifiesto la profunda división de la ciudadanía brasileña en torno de ciertos principios básicos. El consenso democrático se ha erosionado y es probable que las fuerzas fuera de control liberadas por Bolsonaro se conviertan en una presencia duradera en la vida política de Brasil.

Al tomar posesión de su cargo el 1º de enero, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva enfrentaba grandes desafíos. Brasil experimentaba una inflación alta y creciente, unos 100 millones de brasileños vivían en la pobreza y la deforestación avanzaba sin tregua por la selva amazónica.

Lula sabía que tendría poco margen de maniobra para abordar estas y otras cuestiones urgentes: había ganado las elecciones de octubre de 2022 no en solitario sino como parte de una amplia coalición de fuerzas de centroizquierda, centro y centroderecha unidas por el rechazo a su predecesor de extrema derecha, Jair Bolsonaro. Esto le obligaría a buscar consensos internos y a moderar sus aspiraciones izquierdistas, arriesgando potencialmente la lealtad de sus partidarios. También enfrentaría resistencias por parte del Congreso y de los principales estados brasileños gobernados por aliados de Bolsonaro. Para poder gobernar se vería obligado a negociar con políticos pro Bolsonaro.

Pero el desafío escaló a otro nivel cuando, exactamente una semana después de su toma de posesión, el nuevo presidente enfrentó una insurrección de extrema derecha.

El 8 de enero la tranquilidad dominical en la capital, Brasilia, se vio perturbada cuando miles de partidarios de Bolsonaro marcharon durante horas sin que nadie los detuviera por las principales avenidas que conducen a las sedes del poder federal, derribaron vallas ante la mirada impávida de la policía e invadieron y saquearon los edificios del gobierno federal, el Congreso Nacional y el Tribunal Supremo.

Ese mismo día, en un mensaje por cadena nacional, Lula culpó a Bolsonaro de este hecho sin precedentes, por haber “incitar a sus seguidores en las redes sociales”. Prometió una investigación exhaustiva para identificar a los responsables de las protestas y obligarles a rendir cuentas, lo mismo que a las fuerzas policiales que no las detuvieron y que, en algunos casos, incluso se unieron a ellas.

Lula también puso el control directo de la seguridad en el Distrito Federal, que incluye a Brasilia, temporariamente en manos del gobierno federal, quitándoselo al gobernador del Distrito Federal, un partidario de Bolsonaro. Además, el Tribunal Supremo suspendió al gobernador durante 90 días, prohibió hasta el 31 de enero la entrada en el Distrito Federal de autobuses y camiones que transportaran manifestantes, ordenó la incautación de los autobuses que transportaron personas el 8 de enero y exigió a Facebook, TikTok y Twitter que bloquearan por lo menos 18 perfiles de extremistas vinculados a los disturbios.

Un ataque anunciado

Aunque el ataque no tuvo precedentes, estuvo lejos de ser inesperado. Frente a la perspectiva, altamente probable, de perder su reelección, durante largo tiempo Bolsonaro sembró dudas infundadas sobre la seguridad del sistema de voto electrónico de Brasil, con el que él mismo había ganado en 2018. En julio de 2022, cuando las encuestas le pronosticaban una derrota aplastante, llevó esta táctica al extremo cuando reunió a los embajadores destacados en Brasilia para comunicarles sus sospechas de que habría fraude.

La campaña electoral estuvo marcada por la polarización, la violencia política y la difusión de desinformación destinada a infundir en los partidarios de Bolsonaro la convicción de que una victoria de Lula era inimaginable y solamente podría ser el resultado de un fraude.

En la segunda vuelta del 30 de octubre Bolsonaro fue derrotado por un estrechísimo margen de menos de dos puntos porcentuales, tras lo cual desapareció de la escena pública durante casi dos días, negándose a reconocer su derrota. Pero los responsables de las principales instituciones del país reconocieron rápidamente la victoria de Lula, al igual que los principales líderes internacionales. El 1º de noviembre, tras un confuso discurso de dos minutos en el que Bolsonaro evitó reconocer explícitamente su derrota o dar instrucciones claras a sus partidarios para que desistieran, su jefe de gabinete finalmente confirmó el inicio del periodo de transición.

Pero a partir de la noche de la elección, los partidarios acérrimos de Bolsonaro se movilizaron contra los resultados, reclamando un golpe militar. Los camioneros iniciaron cientos de bloqueos de carreteras en 22 estados de todo Brasil, interrumpiendo el tráfico terrestre y aéreo y provocando escasez de insumos básicos. El Tribunal Supremo ordenó a la Policía Federal de Carreteras, una institución con estrechos vínculos con Bolsonaro, que desbloqueara las rutas dentro de un plazo perentorio. En respuesta a la presión pública, Bolsonaro publicó un video en el cual pedía a sus partidarios que pusieran fin a los bloqueos de carreteras, pero no reconoció los resultados electorales y siguió afirmando que las elecciones habían sido “injustas”, lo cual avivó aún más las protestas.

Dos días más tarde, al cumplirse el plazo fijado por el Tribunal Supremo, se habían despejado unos 200 bloqueos, menos de la mitad. Para entonces, los partidarios de Bolsonaro habían instalado campamentos de protesta frente a la sede central del ejército en Brasilia y frente a cuarteles militares en muchos puntos del país.

A ello se sumó la difusión de contenidos en redes sociales que atacaban el sistema electoral e incitaban a la violencia. El 14 de noviembre un juez del Tribunal Supremo ordenó bloquear las cuentas de 43 personas y empresas sospechosas de financiar manifestaciones que cuestionaban los resultados electorales y reclamaban un golpe militar, calificándolas de “abuso reiterado de la libertad de reunión”.

Aunque las manifestaciones y los cortes de rutas continuaron hasta bien entrado diciembre, la victoria de Lula fue certificada formalmente por el Tribunal Electoral el 12 de diciembre y asumió el cargo el 1º de enero de 2023. Bolsonaro no fue de la partida: acababa de abandonar el país, presumiblemente para evitar entregar personalmente los símbolos del poder, y posiblemente también para eludir acusaciones penales en conexión con los numerosos casos de corrupción que lo involucran.

En la primera reunión de gabinete del nuevo gobierno, el ministro de Defensa de Lula aseguró que los campamentos pro-Bolsonaro frente a cuarteles militares no suponían ningún peligro. Pero mientras se desarrollaban los disturbios, el Pacto por la Democracia, una iniciativa de la sociedad civil, emitió un comunicado donde señalaba la facilidad con la que había sido invadida la sede del gobierno y criticaba la inacción de la Policía Militar del Distrito Federal ante unos acontecimientos que habían sido “anunciados públicamente con antelación”.

Ecos de los Estados Unidos

Los disturbios brasileños presentaron evidentes paralelismos con el ataque producido el 6 de enero de 2021 contra el Capitolio estadounidense, pero fueron aún más amplio, ya que los bolsonaristas invadieron no solamente el edificio legislativo, como lo hicieron sus homólogos estadounidenses, sino también las dependencias del gobierno federal y del Tribunal Supremo. A diferencia de los partidarios de Trump en los Estados Unidos, al principio no encontraron resistencia: las fuerzas del orden conocidas por sus simpatías bolsonaristas mayormente hicieron la vista gorda y en algunos casos incluso se unieron a ellos.

Pero en otros aspectos, la insurrección estadounidense podría considerarse más grave: en Brasil los hechos ocurrieron un domingo, por lo cual los edificios estaban vacíos, y el presidente cuya legitimidad electoral los alborotadores cuestionaban ya había tomado posesión. En los Estados Unidos, en cambio, el ataque se produjo a mitad de semana, y concretamente el día en que el Congreso estaba a punto de reunirse para validar los votos del colegio electoral y formalizar la victoria de Joe Biden. Los más de 2.000 manifestantes que invadieron el Capitolio de Washington agredieron a policías y periodistas, aterrorizaron al personal y se dieron a la búsqueda de legisladores demócratas y del propio vicepresidente de Trump con la intención de hacerles daño.

Siete personas -cuatro manifestantes y tres policías- perdieron la vida en relación con el ataque en los Estados Unidos; afortunadamente, en cambio, en Brasilia no murió nadie. Y mientras que los partidarios de Trump pudieron volverse a casa y mirar sus acciones por televisión antes de ser localizados y detenidos mucho más tarde, el día del ataque en Brasilia terminó con unas 1.500 personas detenidas que fueron sacadas con las esposas puestas.

Poco antes de que estallara la insurrección brasileña, una comisión del Congreso de los Estados Unidos había cerrado una investigación de 18 meses que concluyó que el entonces presidente Trump había participado en una “conspiración a varias bandas” para anular los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 y no había hecho nada para impedir que sus partidarios atacaran el Capitolio, e incluso los había alentado.

En contraste, el rol de Bolsonaro en los sucesos del 8 de enero aún está por aclararse. Bolsonaro no estaba en Brasil cuando éstos ocurrieron: estaba -y sigue estando- en Florida, Estados Unidos. Su única respuesta a los hechos fue un breve hilo de Twitter en el que admitía que sus seguidores se habían pasado de la raya, pero no asumía ninguna responsabilidad, insistiendo en cambio en que su gobierno siempre había actuado dentro de los límites de la Constitución. Sin embargo, desempeñó un papel similar al de Trump al alimentar dudas sobre la integridad de las elecciones y demonizar a sus oponentes, convirtiendo a unos eventuales victoria y gobierno de Lula en ilegítimos a los ojos de sus partidarios.

El ataque puso en evidencia que las fuerzas que Bolsonaro conjuró y liberó han adquirido desde entonces vida propia: pueden alzarse en su nombre aunque él no se lo ordene. Se ha desatado una fuerza peligrosa que nadie controla.

La democracia en juego

Si el ataque pretendió debilitar al gobierno de Lula, su efecto puede haber sido exactamente el contrario. La condena de los hechos y la demanda de una investigación fueron casi unánimes entre políticos, líderes partidarios, actores de la sociedad civil y medios de comunicación brasileños. También llegaron expresiones de repudio del mundo entero. Al día siguiente de los disturbios, la ciudadanía se movilizó en defensa de la democracia en varias de las principales ciudades brasileñas. La acompañaron a la distancia numerosos brasileños en el exterior.

Muchos se apresuraron a calificar la insurrección de intento de golpe de Estado, aunque afortunadamente careció de algunas de las características definitorias de un golpe de Estado: liderazgo coordinado y apoyo institucional de un sector de la élite. Pero no cabe duda de que se trató de un ataque violento contra la legitimidad de las instituciones democráticas.

Las expresiones instantáneas de condena procedentes de algunos líderes latinoamericanos estuvieron teñidas de hipocresía: varios presidentes autoritarios en guerra con su propia oposición interna repudiaron la insurrección por tratarse de un ataque “neofascista” contra un gobierno izquierdista amigo, más que por tratarse de un ataque contra la democracia.

La democracia brasileña, la más populosa de la región, necesita absolutamente todos los apoyos que logre reunir, ya que atraviesa el proceso de erosión más grave de las últimas décadas. El consenso en torno de los valores democráticos ha decaído en un segmento significativo de la ciudadanía que se muestra dispuesto a cuestionar los procesos democráticos si no producen el ganador de su preferencia y se ha revelado extremadamente vulnerable a las narrativas basadas en la desinformación.

Según una encuesta administrada dos días después de los disturbios, apenas alrededor del 57% de los brasileños cree que Lula obtuvo más votos que Bolsonaro. Casi el 40% está convencido de que Bolsonaro ganó la elección, pese a la ausencia de toda evidencia de fraude. Del mismo modo, apenas el 54% rechaza categóricamente la idea de una intervención militar, mientras que el 37% la contempla con buenos ojos. Solamente el 53% expresó un rechazo rotundo por la insurrección, mientras que el 27% la consideró parcialmente justificada y el 10% la justificó totalmente.

El ataque no hizo más que confirmar lo profundamente dividido que está Brasil. También puso en evidencia que las fuerzas que Bolsonaro conjuró y liberó han adquirido desde entonces vida propia: pueden alzarse en su nombre aunque él no se lo ordene. Se ha desatado una fuerza peligrosa que nadie controla. Si hay algo que los acontecimientos del 8 de enero dejaron claro es que la extrema derecha brasileña ha llegado para quedarse.

NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN

  • Las instituciones legislativas y judiciales brasileñas deben investigar a fondo el ataque y sancionar a sus organizadores, financiadores y facilitadores.
  • El presidente Lula debe trabajar para superar las divisiones políticas y reforzar el consenso democrático en la ciudadanía.
  • La sociedad civil debe redoblar sus esfuerzos para combatir la desinformación.

Foto de portada de Carla Carniel/Reuters vía Gallo Images