El Salvador: Una democracia en apuros
En El Salvador, las elecciones legislativas de 2021 dieron una rotunda victoria al presidente Nayib Bukele, hasta entonces enfrentado a una Asamblea Legislativa dominada por la oposición. La supermayoría que obtuvo tras las elecciones le dio lo que tanto anhelaba: poder sin rendición de cuentas. A continuación ha buscado reformar la Constitución a su medida, llenado los tribunales de jueces adictos, neutralizado los controles institucionales y endurecido las restricciones que pesan sobre la sociedad civil y los medios independientes, todo ello con amplio apoyo público. Sin embargo, su primera medida impopular -la introducción del bitcoin como segunda moneda nacional- provocó las primeras protestas significativas contra su gobierno. La cuestión ahora es si podrá terminar de desmantelar las instituciones democráticas antes de que su popularidad se agote.
En vísperas de las elecciones legislativas de febrero de 2021, el respeto por la democracia parecía estar en baja en El Salvador. Ante la pregunta del Latinobarómetro, el 63% de los salvadoreños –el segundo porcentaje más alto de América Latina- respondía que aceptaría un gobierno no democrático si lograba resolver los problemas del país. El 66% -el porcentaje más alto de la región- también decía estar de acuerdo con que el presidente controlara los medios de comunicación, “en caso de dificultad”. Además, según el Barómetro de las Américas de LAPOP, entre 2018 y 2020 el porcentaje de salvadoreños que justificaría un autogolpe presidencial se había duplicado.
Catapultado a la presidencia dos años antes con el 53% de los votos, Nayib Bukele hizo frente a las elecciones legislativas con un gran apoyo público, que utilizó para obtener una supermayoría, tras lo cual se dedicó a desmantelar los controles sobre su poder.
En 2019, el exempresario, por entonces de 37 años, había ganado explotando su imagen de recién llegado, aunque contaba con un historial político, que por cierto distaba de ser intachable. Bukele había sido alcalde de la capital, San Salvador, y miembro del partido de izquierda Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), del que fue expulsado tras un presunto incidente de violencia sexista contra una empleada, que él niega que haya ocurrido. En 2018 se unió a la centroderechista Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), dando un salto ideológico que reveló su pragmatismo político.
En la campaña electoral de 2019, Bukele ofreció una promesa que resonó entre una ciudadanía harta de la corrupción sistémica y la desigualdad persistente: “El dinero alcanza cuando nadie roba”. Propuso el cambio que ninguno de los dos principales partidos mayoritarios -el FMLN y el derechista ARENA (Alianza Republicana Nacionalista)- podía ofrecer. Ambos partidos habían dominado la política salvadoreña desde que el acuerdo de paz de 1992 pusiera fin a doce años de guerra civil.
La corrupción: tema de campaña y realidad cotidiana
La corrupción ha sido el clavo en el ataúd de varios gobiernos centroamericanos recientes. Si bien las promesas anticorrupción han ayudado a varios candidatos a ganar las elecciones, rara vez se han traducido en acciones significativas, y la corrupción ha seguido extendiéndose en forma descontrolada.
Ante las elecciones presidenciales de 2019, Bukele hizo campaña con una plataforma anticorrupción, distanciándose así de los dos principales partidos, que la mayoría percibía como distantes, insensibles y, sobre todo, profundamente corruptos. Tres expresidentes -dos de ARENA y uno del FMLN- habían sido acusados de malversación de fondos públicos en gran escala.
Aunque todos los candidatos hablaron de luchar contra la corrupción, el llamamiento de Bukele fue el que más resonó: fue el único que apoyó abiertamente la creación de un órgano anticorrupción con respaldo internacional, similar a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala. La Comisión Internacional contra la Impunidad en El Salvador (CICIES) fue efectivamente creada en septiembre de 2019, tres meses después de que Bukele asumiera el cargo, mediante un acuerdo entre la Organización de Estados Americanos (OEA) y el gobierno salvadoreño.
Sin embargo, desde el principio el gobierno de Bukele se vio envuelto en escándalos de corrupción, entre ellos uno sobre presuntas compras irregulares realizadas con fondos de emergencia para hacer frente a la pandemia de COVID-19. La sociedad civil y los medios de comunicación independientes denunciaron repetidamente al presidente por violar sus promesas anticorrupción.
En menos de dos años, la CICIES presentó doce oficios a la Fiscalía General de la República para investigar el uso de fondos destinados a enfrentar la pandemia. A partir de noviembre de 2020, éstos dieron lugar a importantes investigaciones de la Fiscalía General.
Tras obtener una supermayoría legislativa, el presidente Bukele se sintió suficientemente seguro para dar el siguiente paso: deshacerse de todos los molestos frenos y contrapesos que pudieran limitar la corrupción y obligarle a rendir cuentas. El 1º de mayo, el primer día de trabajo de la nueva Asamblea Legislativa, el partido gobernante votó la destitución del fiscal general, junto con la de los cinco jueces de la Sala Constitucional. El fiscal general fue sustituido por un antiguo asesor del gobierno.
Sólo cuatro días después, el oficialismo aprobó una ley que permitía a todas las instituciones nacionales de salud hacer compras directas, saltándose los procedimientos normales. La ley, que se aplicó con carácter retroactivo desde el inicio de la pandemia, parece diseñada para alentar la corrupción y evitar que los implicados sean procesados.
Bukele continuó presionando a la CICIES para que investigara a sus opositores mientras la criticaba cada vez más intensa y públicamente. Finalmente forzó su cierre, el cual fue confirmado por el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, a principios de junio de 2021: se trataba de una promesa de campaña que ya no veía necesario cumplir.
Desprecio populista por los controles institucionales
Tras ganar la presidencia en 2019, Bukele contaba con una minoría de votos legislativos, ya que los dos partidos tradicionales seguían dominando el Congreso unicameral. Como presidente minoritario, Bukele se sentía con las manos atadas, fiel reflejo de la concepción, lamentablemente común entre los presidentes de la región, de que tener poderes limitados equivale a no tener poder en absoluto.
En febrero de 2020, menos de un año después de tomar posesión del cargo, el presidente se enfrentó a la Asamblea por su negativa a aprobar un préstamo para financiar su política de seguridad. A medida que las tensiones aumentaban, el presidente subió la apuesta: el viernes 7 de febrero exigió que la Asamblea se reuniera el domingo siguiente para aprobar el desembolso de los fondos, amenazando vía Twitter que, si los legisladores no asistían, utilizaría sus poderes constitucionales para forzar la aprobación del préstamo.
Cuando solamente una minoría de legisladores respondió a su llamado, Bukele irrumpió en el recinto de la Asamblea Nacional rodeado de policías y militares, se sentó en la silla del presidente de la Cámara y ordenó que se iniciara la sesión. Tras pronunciar una oración, salió a saludar a los centenares de partidarios apostados fuera, que vieron la movida con buenos ojos, y llamó a un levantamiento popular. La oposición denunció este hecho como un intento de autogolpe.
Un año más tarde, a pocas semanas de las elecciones legislativas, tuvieron lugar pequeñas protestas antigubernamentales bajo el lema “9 de febrero nunca más”. En su informe anual sobre la situación de derechos humanos en El Salvador, la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho caracterizó al año precedente como un año de implacable confrontación entre los poderes ejecutivo y legislativo, en el cual el presidente a menudo había ignorado o pasado por encima de las normas constitucionales.
Estos acontecimientos sin duda tuvieron un impacto sobre la calidad de la democracia en El Salvador, que cayó nuevamente de la categoría de “democracia defectuosa” a la de “régimen híbrido” en el Índice de Democracia de la Economist Intelligence Unit. Los puntajes que más disminuyeron fueron los referidos al funcionamiento del gobierno y la cultura política democrática, reflejo de los retrocesos en materia de autonomía legislativa, controles institucionales, transparencia, rendición de cuentas y acceso a la información pública; también se observó un fuerte descenso en el puntaje relativo a la cultura política, reflejo de la tolerancia generalizada en la opinión pública hacia la regresión democrática cuando es impulsada por la voluntad de un líder popular.
Elección legislativa y consolidación del Ejecutivo
La campaña electoral de 2021 se desarrolló en un ambiente tenso. El 23 de febrero, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión destacaron varios casos de vilipendio público y acoso a periodistas durante la campaña. La Asociación de Periodistas de El Salvador (APES) denunció 26 violaciones de la libertad de los medios en el periodo de campaña, que vinieron a sumarse a las relacionadas con la cobertura de la pandemia; la mayoría de ellas consistió en desprestigiar públicamente a quienes hicieran preguntas incómodas o presentaran denuncias.
El 28 de febrero, unas elecciones incuestionablemente limpias y competitivas dieron a Bukele exactamente lo que quería: el control total de la Asamblea y la capacidad de gobernar sin el obstáculo de una oposición activa. Su partido, Nuevas Ideas, que no existía cuando se habían celebrado las anteriores elecciones legislativas, se aseguró una supermayoría. Por mucho que la desmintieran los hechos, la promesa de Bukele de romper con la política tradicional le había vuelto a funcionar.
Tras las elecciones, acumulación de poder
Ni bien fue inaugurada la nueva Asamblea, el 1º de mayo, el partido oficialista votó la destitución y sustitución de los cinco magistrados de la Sala Constitucional y del Fiscal General. La medida fue denunciada como una ruptura institucional y desencadenó protestas de sindicatos, organizaciones ciudadanas y abogados y estudiantes de Derecho, entre otros. En el plazo de un mes, la nueva Asamblea también aprobó el préstamo que su predecesora había rechazado.
En agosto, el gobierno anunció que presentaría un borrador de propuesta de reforma constitucional para extender los mandatos presidenciales de cinco a seis años y permitir la reelección tras un mandato. Para allanarle el camino, los nuevos magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema no tardaron en devolverle el favor al presidente que los había designado: en septiembre dictaminaron que los presidentes pueden ejercer dos mandatos consecutivos. El Tribunal Supremo Electoral se plegó a esta decisión, a pesar de que la Constitución salvadoreña prohíbe la reelección consecutiva. Esto motivó la condena de la sociedad civil y, de nuevo, protestas callejeras.
Los periodistas, activistas y organizaciones de la sociedad civil que trabajaban por la transparencia y la rendición de cuentas del gobierno fueron cada vez más atacados. El 5 de mayo, la Asamblea modificó la Ley de Imprenta para eliminar una exención fiscal sobre el papel prensa importado, elevando los costos de los medios de comunicación independientes.
En marzo, la APES expresó su preocupación por los crecientes ataques contra periodistas, y en particular contra periodistas mujeres, blanco privilegiado del acoso, a menudo expresado mediante mensajes de carácter personal y sexual. Tras denunciar estas restricciones, la presidenta de APES se enfrentó a una nueva oleada de amenazas en internet procedentes de partidarios del oficialismo, así como de ataques deslegitimadores del propio gobierno.
En mayo, la APES documentó 113 actos de agresión contra periodistas en los primeros meses del año, el doble de los registrados para el mismo periodo de 2020. Perpetrados en su mayoría por policías y funcionarios públicos, los tipos de agresión más frecuentes fueron la obstrucción del trabajo periodístico, la estigmatización y la restricción del acceso a la información.
En junio, el Ministro de Seguridad admitió que su oficina vigilaba el trabajo de los periodistas porque “la libertad de expresión tiene su límite”. Poco después, el gobierno presentó un proyecto de ley que introduce reformas regresivas en la Ley de Acceso a la Información Pública. No es de extrañar que la edición 2021 de la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa que produce Reporteros sin Fronteras identifique a El Salvador como uno de los tres países con mayor retroceso en materia de libertad de prensa.
Las organizaciones y activistas de la sociedad civil experimentaron ataques similares, y por motivos parecidos. La Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos, IM-Defensoras, denunció un incremento de los ataques contra activistas en las redes sociales y aplicaciones de mensajería, que incluían amenazas, ciberacoso y robo y circulación de información privada.
La Colectiva Amorales, un grupo feminista cuya performance de protesta contra el fallo de la Sala de lo Constitucional se había hecho viral, recibió una catarata de acoso en línea procedente de partidarios del gobierno. Alianza Ciudadana, una coalición de sociedad civil que abogaba por la aprobación de un proyecto de ley que diera a la CICIES más autonomía y poderes de investigación, fue calumniada públicamente por funcionarios públicos, empezando por el presidente, y amenazada con una nueva ley para restringir la labor de la sociedad civil.
A pesar de todos los riesgos que enfrentaban las personas defensoras de derechos humanos, la Comisión de Justicia y Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa archivó un proyecto de ley sobre la protección de personas defensoras.
Semanas después de forzar, en junio, el cierre de la CICIES, Bukele presentó un proyecto de ley para enmendar el Código Penal de modo que los delitos de corrupción ya no prescribieran y pudiera procesarse retroactivamente a funcionarios de gobiernos anteriores hasta diez años después del final de su mandato. Quedó claro que iba a por sus predecesores, al tiempo que desmantelaba los frenos y contrapesos institucionales que debían forzar la rendición de cuentas de su propio gobierno.
VOCES DESDE LAS PRIMERAS LÍNEAS
Eduardo Escobar es director ejecutivo de Acción Ciudadana, una organización que promueve la transparencia, la rendición de cuentas y la lucha contra la corrupción.
Cuando Nayib Bukele llegó a la presidencia en 2019, había una democracia electoral en funcionamiento, con algunos avances importantes en la dimensión republicana y del Estado de Derecho. El presidente Bukele interrumpió este proceso, atacando constantemente la libertad de expresión, la libertad de prensa y la libertad de asociación.
A partir de las elecciones legislativas, que Bukele ganó por amplia mayoría, la seguridad jurídica dejó de existir. En cuanto se conformó, a principios de mayo, la nueva Asamblea legislativa destituyó a los jueces de la Sala Constitucional y al titular de la fiscalía general. Habíamos llegado a confiar en que la Sala Constitucional nos protegería de las arbitrariedades, pero esa certeza se desvaneció en un instante. Poco después, la nueva Sala Constitucional habilitó la reelección presidencial inmediata para un segundo mandato, hasta entonces prohibida por la Constitución de El Salvador.
A la mayor parte de la sociedad civil se le ha cerrado la posibilidad de participar en el proceso legislativo. Solamente las organizaciones afines al gobierno son convocadas y admitidas en las sesiones de las comisiones. La sociedad civil independiente tiene poca influencia sobre las políticas públicas porque el gobierno no entiende su rol y no está dispuesto a integrar sus aportes a la toma de decisiones. Así, ha quedado limitada a ser una voz de denuncia sin poder para revertir decisiones ilegales o inconstitucionales, ya que no quedan instituciones independientes que puedan reaccionar a sus demandas.
Para hacer nuestras investigaciones necesitamos acceder a información pública, pero las vías de acceso se están cerrando. Cuando se nos deniega la información que debería ser pública, ya no podemos acudir a las instancias que salvaguardan el acceso a la información porque o están cooptadas o tienen miedo.
También hemos perdido capacidad de incidencia. Normalmente nuestros monitoreos darían lugar a denuncias e investigaciones penales. Pero actualmente lo máximo que podemos hacer es publicar los resultados de nuestras investigaciones en algunos medios y ofrecerlos a la opinión pública, pero ya no alimentar con ellos procesos institucionales.
Este es un extracto editado de nuestra entrevista con Eduardo Escobar. Lea la entrevista completa aquí.
Avances presidenciales excesivos
Para la sociedad civil, los medios de comunicación independientes y otros actores que reclamaban la imposición de límites al poder, el desafío continuaba residiendo en la popularidad del presidente, que una y otra vez demostraba que un presidente popular con una supermayoría legislativa podía hacer lo que quisiera y ponerle el nombre de democracia.
Pero la popularidad de Bukele es también una fuente de vulnerabilidad, porque no puede durar para siempre. Dado que no es probable que el disenso logre expresarse a través de los canales institucionales que él controla, cabe esperar que todo desafío a su poder llegue bajo la forma de protestas callejeras. De hecho, las primeras protestas importantes se produjeron bastante pronto, en la segunda mitad de 2021.
La política que las desencadenó fue una sorpresa. En junio se aprobó sin ningún debate público una ley que adoptaba el bitcoin como moneda de curso legal junto con el dólar estadounidense. La medida llevó al país a los titulares de los medios internacionales, donde rara vez se hace presente, al tiempo que inquietó a muchos salvadoreños. Según datos de encuesta, más del 75% de la ciudadanía salvadoreña desaprobaba la decisión.
No se ofreció ninguna explicación coherente que respaldara la decisión. El argumento de que facilitaría las remesas no resultó convincente: las remesas de salvadoreños en el extranjero ya fluían con facilidad porque eran enviadas en dólares estadounidenses, la divisa global que también es utilizada internamente en El Salvador. Además, muchos receptores de remesas no tienen acceso a internet. Tal vez una pista proviniera de las advertencias de las instituciones financieras internacionales: el uso del bitcoin podría facilitar el lavado de dinero y otras actividades financieras ilícitas.
Las protestas empezaron pequeñas en el mes de julio, pero para septiembre ya se habían multiplicado hasta convertirse en las mayores protestas antigubernamentales desde que Bukele asumiera el cargo. Miles de personas protestaron en el bicentenario de la independencia, el 15 de septiembre de 2021, no solamente porque temían que la criptomoneda trajera inestabilidad e inflación, sino también porque veían su imposición en ausencia de debate como una preocupante señal de autoritarismo. En tono de burla frente a estas preocupaciones, Bukele cambió la descripción de su perfil de Twitter primero por la de “dictador” y luego por la de “el dictador más cool del mundo mundial”.
Aunque las protestas fueron en su mayoría pacíficas, se produjeron incidentes de vandalismo contra cajeros automáticos de bitcoin que proporcionaron al gobierno la excusa que necesitaba para estigmatizarlas.
Un par de semanas más tarde tuvo lugar otra protesta, esta vez de veteranos del ejército, excombatientes de la guerra civil y sindicatos, que marcharon hacia la Asamblea para protestar contra el bitcoin y otras decisiones del gobierno, entre ellas un decreto que forzaba la jubilación de los jueces con 30 años de servicio o mayores de 60 años, medida que parecía diseñada para permitir a Bukele seguir nombrando partidarios en puestos clave para asegurarse impunidad.
Bukele sigue envalentonado por el apoyo que le dan las encuestas, que sigue siendo alto a pesar de su impopular medida sobre el bitcoin. Su misión parece clara: seguir desmantelando todo mecanismo institucional que pueda poner freno a su poder antes de que su popularidad se agote. Es probable que las restricciones al periodismo independiente y a la sociedad civil continúen aumentando, y que las libertades perdidas inicialmente sean lloradas solamente por una minoría.
Pero tarde o temprano, la mayoría decepcionada ante la evidencia de que el presidente no está cumpliendo su parte del trato en materia de corrupción se dará cuenta de que ha cedido demasiado a cambio de nada. La marea se volverá entonces, inevitablemente, en contra de Bukele.
NUESTROS LLAMADOS A LA ACCIÓN
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El gobierno salvadoreño debe garantizar que los medios independientes y la sociedad civil puedan trabajar libremente y sin temor a sufrir represalias por expresar opiniones críticas o cubrir temas que el gobierno considere delicados.
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La comunidad internacional debe condenar de inmediato toda regresión en materia de controles institucionales, transparencia y rendición de cuentas, sin esperar a que se produzca un quiebre total de la democracia para reaccionar.
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Mientras el populismo continúe su avance, la sociedad civil debe movilizarse colectivamente para defender y promover el respeto de las libertades cívicas y los valores democráticos.